Suman ya un tercio de la población de 57.000 habitantes de Vrindaván
Las dejan allí las familias de sus maridos o, incluso, sus propios hijos
Con sus saris blancos, pasan el día rezando y viven de las limosnas
Su único consuelo: purificarse hasta la muerte a través de la oración
Cien miradas perdidas. La desilusión con gotas de desesperación. El
hastío. La absoluta falta de interés por nada, incluida hacia esa mujer
blanca, vestida con ropa occidental, que viene de una calle llena de
bullicio, de cláxones, de 'rickshaws' y de ser el centro de atención de
una ciudad, Vrindaván, donde los turistas extranjeros no son habituales.
Pero ellas, las viudas que pasan el día en el 'ashram' (una especie
de convento hospicio), no se molestan ni en girar la cabeza. Algunas
parecen estar en trance, a otras, simplemente, la vida hace mucho que no
les ha dado nada y no tienen ningún interés en ver qué hay a su
alrededor.
Esa desolación se respira. El olor a sudor... El
monzón está a punto de acabar, pero la humedad ardiente sigue pegándose a
la ropa; el perfume a incienso... y un mar de mujeres sentadas, vestidas de blanco y cantando,
recitando oraciones y mantras. Ese es su trabajo, rezar en los
'ashrams' que se reparten por la ciudad donde Krishna pasó su juventud y
donde aproximadamente un tercio de sus 57.000 habitantes son estas
viudas.
Muchas se rapan el pelo, siguiendo la tradición más conservadora. | S.G
Cuatro horas de rezos por un puñado de arroz
"Hare Krishna Hare Krishna, Krishna Krishna Hare Hare, Hare Rama Hare
Rama Rama Rama Hare Hare". Así cuatro horas diarias, por las que pueden cobrar unas cuatro rupias diarias (unos cinco céntimos de euro) y les dan de comer algo de arroz y lentejas, una vez al día.
Los templos se empiezan a vaciar al caer la tarde. | S.G.
El 'ashram' más conocido de esta ciudad a la que acuden miles de
peregrinos cada año para venerar a Krishna es el de Sri Bhajan. Fue
fundado en 1914 por Sri Janki Dasji Patodia, que donó todo su dinero
para esta causa. En teoría están allí para purificarse antes de morir,
aunque muchas llegan a Vrindaván a los 15 años, como
Aruthi que ahora tiene 22 y un hijo de ocho años y a la que cuando se le
pregunta si está contenta con su vida, responde "¿contenta? No sé, es
mi vida. Aquí me siento protegida, mejor que en mi pueblo".
La mayoría llegan a Vrindaván traídas por la familia del marido
(recordemos que, en la tradición hindú, la mujer pierde a su propia
familia al casarse y pasa a formar parte de la del esposo) y a veces por sus propios hijos, que las consideran una carga. Otras, muy pocas, vienen por voluntad propia,
para pasar sus últimos años rezando, purificando su alma, en esta
ciudad sagrada, llena de templos, a orillas del río Yamuda, a sólo 70
kilómetros de Agra y a 150 km de Delhi.
Pura hasta la muerte
Aunque parece que viajamos en el tiempo, con esas casas semiderruidas
donde viven algunas de ellas, las calles sin asfaltar y los 'rickshaws'
esquivando vacas, perros, cabras y a las viudas con sus saris blancos,
que caminan encorvadas cuando se pone el sol, doblegadas por el peso de la vida.
Y no es una metáfora. En India, probablemente por la práctica del yoga,
llama la atención lo erguida que anda la gente. Ellas no, algunas
caminan casi en un ángulo de 90 grados. Como si no pudieran con su alma. Intentando pasar inadvertidas.
Según las costumbres más tradicionales del hinduismo, las viudas deben vestir de una manera austera, raparse el pelo, no llevar ningún ornamento,
comer poco y sin demasiados aditivos y dedicarse al rezo. La costumbre
de lanzarse a la pira del marido muerto, salvo alguna excepción, ya está
abolida en una sociedad que ha tenido grandes cambios sociales en los
últimos 40 años, pero esa idea de que la viuda debe evitar cualquier tentación sensual
y mantenerse pura hasta la muerte sigue vigente. Películas como 'Water'
de Deepha Metha han ayudado a que esto fuera así. El filme, ambientado
en los años 30, denuncia asuntos como las redes de prostitución que
comerciaban con algunas de las viudas más jóvenes, y tuvo que rodarse
fuera de India para evitar las presiones de algunos grupos hinduistas
especialmente conservadores.
La ONG Guild of Services les anima a vestir con colores luminosos. | S.G.
Kalavazi, que podría ser una de las protagonistas del filme,
obviamente no lo ha visto. Pero como la mayoría de las viudas de esta
ciudad, parece aceptar su destino. Cuenta en hindi -prácticamente
ninguna sabe inglés- que ella llegó a Vrindaván hace 30 años. Tiene 55 pero aparenta fácilmente 70.
"Mi marido murió y su familia me trajo aquí, yo ya no podía vivir con
ellos". Explica asumiendo el destino. "El Gobierno me ayuda con una
pequeña paga y entre eso y lo que me dan de limosna tengo para vivir en
una habitación que comparto con otra viuda. No, no tiene baño, pero,
bueno, recogemos agua y podemos lavarnos. A mí no me quedan muchos años
de vida, así que estoy bien. Es el mejor destino que podía tener. Rezar y prepararme para cuando me vaya de este mundo".
Cadáveres en la basura
La paga a la que se refiere es de unas 1.800 rupias al año (alrededor
de 30 euros) y se trata una ayuda que aporta el Gobierno pero sólo
llega para alrededor de un 40% de las viudas. Kalavazi se niega a que le
hagan fotos. No quiere problemas, accede a hablar con esa condición. Y
acepta su situación con un estoicismo, un determinismo que los occidentales no acabamos de entender pero que es propio del hinduismo.
A veces hay suerte y les dan un saco de arroz o lentejas. | S.G.
Pero aunque ellas no se quejen, afortunadamente hay asociaciones como Guild of Services,
que velan por que sus condiciones de vida sean más dignas. Les dan tres
comidas al día y las animan a vestirse con colores luminosos, para
subir su autoestima. También por parte del Gobierno indio
ha habido algún gesto al respecto. El 3 de agosto de este año, la Corte
Suprema hizo un requerimiento a las autoridades del gobierno del estado
de Manturia para que se ocupara de que hubiera comida suficiente,
soporte médico y baños en buenas condiciones higiénicas en los 'ashram'
que dependen del gobierno y en los que viven alrededor de 1.700 mujeres.
La voz de alerta se dio después de que Comisión Nacional de la Mujer
visitara estos lugares y viera en qué condiciones viven pero, muy
especialmente, después de que se descubriera que había casos de viudas
que morían y el cadáver se metía en una bolsa de plástico y se arrojaba a la basura, según publicaron los diarios nacionales.
Cuando se les pregunta sobre el asunto a algunas de las viudas que
pasean por las calles, no está muy claro en qué dirección, ninguna
quiere contestar. Hay una mezcla de desconfianza y desinterés. No podría
llamarse miedo.
Mírenla bien, observen, no se pierdan detalle, ¿qué les sugiere?
¿quiénes son? Ah! El Rey con el elenco más representativo de
empresarios...pero fíjense, ¿qué les sugiere? ¡Vamos!, escriban qué
representa esta foto...
"Mujer, 55 años, en el paro y con una hija a su cargo, ¿qué futuro
crees que tengo?". Berta López (nombre ficticio) fue además víctima de
violencia de género. Su expareja y maltratador nunca le pasó una pensión
por su hija. Salió adelante con la ayuda de su familia, y con la del
Estado, desde la protección que le brindó entonces una orden de
alejamiento hasta la prestación por desempleo que cobra ahora. Su
reincorporación al mercado laboral se vislumbra complicada. Berta saldrá
a la calle mañana con su camiseta morada.
Las mujeres se manifestarán
en la "marea violeta" del 15-S porque sufren los recortes agravados: además de sus problemas específicos –como la violencia machista, para la que también se reducen los medios–
los ajustes en servicios sociales les afectan más. Sin becas de comedor
o ayudas a la dependencia, por ejemplo, sus posibilidades de mantenerse
en el mercado de trabajo disminuyen, porque siguen siendo ellas las que
se ocupan de esas tareas. "Al socaire de la crisis se nos está
volviendo a querer encerrar en casa", lamenta Ana María Pérez del Campo,
presidenta de la Federación de mujeres separadas y divorciadas.
Mujer, 55 años, en el paro y con una hija a su cargo, ¿qué futuro crees que tengo?
"Los recortes en servicios públicos que han provocado pérdidas de
puestos de trabajo han afectado mucho a las mujeres, porque la sanidad,
la educación o los servicios sociales son sectores muy feminizados",
explica Yolanda Besteiro, presidenta de la Federación de mujeres progresistas.
Primero se destruyó fundamentalmente empleo masculino, con la crisis de
la construcción. Ahora son ellas las que se han ido al paro.
Y luego están los recortes en los servicios que permiten a las
mujeres trabajar o mantenerse trabajando. Esto es, todo lo que tenga que
ver con ayudas para el cuidado de niños o mayores. "A mi en entrevistas
me han preguntado que quién cuida a mis hijos cuando yo estoy
trabajando, esa es una pregunta impensable para un hombre", cuenta Rosa
María D. S., abogada de 41 años. "Yo compartí el permiso de paternidad
con mi marido, y su jefe le llegó a decir que si no teníamos miedo de
que yo perdiera el vínculo con mi hija", relata. Rosa también se vestirá
mañana de morado.
La reforma de la ley del aborto
en la que trabaja el Gobierno, que ha indignado a muchas mujeres, es
causa también de que el movimiento feminista se haya revitalizado, y de
que las mujeres sean visibles de forma independiente como marea. Muchas
de las que saldrán mañana a la calle lo harán también contra esa
reforma: "Ha sido un brindis a la galería de la ultraderecha, porque por
mucho que cambien la ley no evitarán los abortos, no lo consiguieron ni
en la Dictadura", asegura del Campo, que ve en el Ejecutivo un "intento
ideológico" que comprende muchas leyes "para volver a relegar a las
mujeres a su rol tradicional". En la Federación de mujeres progresistas
coinciden en ese análisis. "En el modelo de familia del partido del
Gobierno las mujeres se deben dedicar al cuidado de la familia, es la
vuelta a la división sexual en el trabajo", añade Besteiro.
Los motivos para manifestarse abundan, dicen ellas. "El ataque y los
efectos de las reformas sobre los derechos de las mujeres son tan
brutales que tenemos mucho por lo que salir a la calle" indica Besteiro.
"En los derechos, las mujeres somos como la marea del mar: las olas
avanzan y retroceden, pero los avances no se consolidan", añade del
Campo.
Berta lo tiene claro: "Yo salgo para decir: aquí estamos, somos
muchas, no nos vamos a quedar calladas. Que nos ayuden a salir de este
pozo".
La prioridad en la custodia materna es un concepto sexista, una
predeterminación social que nos vuelve a encerrar en el destino de
madres y sólo madres
Escribo este artículo todavía horrorizada por el caso de esa joven
rociada en Madrid con un ácido que le abrasó la carne hasta llegar al
hueso. Días antes había iniciado los trámites de separación de su
marido, cuya implicación aún no ha sido probada (está denunciado por
malos tratos). Este suceso atroz, y otros semejantes, aviva en muchas
mujeres un núcleo instintivo de desconfianza y rencor hacia los hombres,
aunque a la inmensa mayoría de ellos les espante lo del ácido tanto
como a nosotras. Pero el sexismo deja heridas que terminan
convirtiéndose en prejuicios.
Digo esto por la reforma del Código Civil para que la custodia
compartida deje de ser un régimen excepcional (hasta ahora prima la
custodia materna: se otorga en el 90% de los divorcios). Enseguida se ha
reactivado la polémica y, para mi asombro, muchas mujeres y en general
la izquierda se han declarado en contra, como si la custodia materna
fuera algo progresista. Es cierto que hay padres que reclaman la
custodia sólo para fastidiar a la mujer, cuando jamás han hecho caso de
los niños. Pero también es cierto que hay mujeres que dificultan el
contacto de los padres con sus hijos como venganza.
La prioridad en la
custodia materna es un concepto sexista, una predeterminación social que
nos vuelve a encerrar en el destino de madres y sólo madres. ¿Queremos
que los padres cuiden más de sus hijos? En primer lugar, ya lo están
haciendo: hay un claro corrimiento de muchos varones hacia papeles menos
machistas. Pero, además, para que se desarrolle esa tendencia hay que
cambiar las leyes, porque el marco legal nos da la forma social.
Superemos los prejuicios y reconozcamos estas obviedades: los niños
necesitan a sus padres y a sus madres. Los hijos no deberían ser
munición de ataque. Los padres tienen el derecho y el deber de ser
padres.
Miguel Lorente Acosta . Aunque parezca extraño, soy Médico Forense, también Profesor de Medicina Legal de la Universidad de Granada, Especialista en Medicina Legal y Forense, y Máster en Bioética y Derecho Médico.
He trabajado en el análisis del ADN en identificación humana, el
análisis forense de la Sábana Santa, y en el estudio de la violencia, de
manera muy especial de la violencia de género, circunstancia que llevó a
que me nombraran Delegado del Gobierno para la Violencia de Género en
el Ministerio de Igualdad.
Por si fuera poco el jaleo que hay con la política, la prima, el riesgo y la deuda, ahora cogen a una política que es concejala, la toman por prima al no haber evitado una situación de riesgo, y le hacen pagar las deudas ocasionadas por las ganas que le tenían algunos.
Todo para generar más turbación y ruido de fondo.
Luego dicen que no hay diferencias en el tratamiento de los hechos protagonizados por un hombre y una mujer,
que son manías o paranoias que tenemos unos cuantos, y muchos, a pesar
de la realidad y de los datos que les damos, no se quieren enterar del
significado que hay detrás de estas actitudes.
Veamos lo que ha pasado con Olvido Hormigos, concejala de Los Yébenes.
Esta mujer graba un video y lo usa en privado como ella considera. No comete delito alguno, ni agrede a nadie. Alguien lo da a conocer y lo lanza públicamente a las redes, que es lo mismo que empujarle a ella al vacío y sin red. Pero, sorprendentemente, la primera reacción que se produce es atacarla, presionarla y hacerle sentir culpable,
hasta el punto que llega a pensar en dimitir de su puesto en el
ayuntamiento. Es decir, Olvido es víctima de un delito, otros la agreden
por ser el objetivo de un delincuente (y de la envidia que le tienen),
pero la culpable es ella.
Y mientras que esta mujer es victimizada y expuesta públicamente a todo tipo de miradas y palabras, el presunto autor es preservado en la mayor privacidad.
No obstante, al hacerse la situación insostenible, más por el morbo
que se ha organizado alrededor de ella que por la exigencia de justicia,
varios días después (7-9-12) se llega a saber que el sospechoso es un conocido suyo,
portero del equipo de fútbol de la localidad y llamado Carlos Sánchez,
el cual ha sido imputado por su relación con los hechos. Pero cuando se
le ha preguntado al club de fútbol por él, la respuesta ha sido que no quieren entrar en polémicas porque se trata de una situación personal. Es decir, ser víctima de un delito es una cuestión pública que permite la exposición y la agresión de parte del pueblo y del país, y ser autor de ese delito es una cuestión personal… Como pueden ver, un tratamiento muy equilibrado y justo.
Imagino que los que justifican la reacción y el escándalo por la
conducta seguida por Olvido Hormigos, se habrán olvidado de las imágenes
de, por ejemplo, otros jugadores de fútbol como Ronaldinho o Éver Banega, deportistas internacionales de sobra conocidos, que aparecieron en unos videos caseros en circunstancias similares a la concejala, es decir masturbándose.
En ninguno de estos casos nadie les exigió que se fueran de sus
equipos, ni se les ha cuestionado como profesionales ni como hombres,
más bien al contrario, para muchos habrán subido su cotización en los parqués de las bolsas testiculares.
Y si fueran pocas estas diferencias, nos encontramos con los insultos a voces que se han lanzado contra ella allí por donde ha ido, en plena calle o en el mismo salón de plenos. La han llamado, y una parte del pueblo sigue haciéndolo, “puta”, algo muy propio de quien tiene la idea de que una mujer no sometida a la sexualidad impuesta y limitada que la cultura guarda para ellas, es una puta.
Los hombres, cuando recurren a esas conductas, lo único que hacen es
desfogarse como machos o llamar a las “hembras”, mientras que ellas al
actuar de este modo están pervirtiendo a la sociedad e incitando al pecado.
Podría dejar un pequeño espacio a la duda, y pensar que alguien ha
confundido lo del puesto público en el ayuntamiento con el “ejercicio de
la prostitución”, ya que a las meretrices también se les conoce como “mujeres públicas”, pero nada parece apuntar a que el insulto se deba a esa confusión. Mira por dónde, otro problema del que los “hombres públicos”, bien sean de la política, del deporte, de la cultura o de cualquier otro ámbito, no tienen por qué preocuparse, puesto que ellos nunca son confundidos con gigolós.
Lo que está claro es que muchos han aprovechado lo ocurrido para generar más turbación en la política y en la sociedad, y de paso aprovechar para recordar que a algunas mujeres las encarga el diablo y son camino de perdición. Da igual el motivo, lo importante es tener a mano una justificación para la crítica y una crítica para justificar. No es hipocresía, es la rabia y la ira que muchos tienen, y que a la más mínima oportunidad vociferan como un torbellino.
Pero no se preocupen, toda esta percepción que les cuento deben ser
manías y alucinaciones que tenemos unos cuantos. Aquí, como siempre, no ha pasado nada más que lo tenía que pasar... y por culpa de una mujer.
El profesor Juan Ignacio Torreblanca, ha compartido en nuestro programa de radio sus reflexiones sobre el papel de las mujeres en las altas esferas políticas.
Nacho Torreblanca es Profesor Titular de Ciencia Políticas en la Universidad de Educación a Distancia (UNED), y director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo. Experto en Política Internacional es sin duda un intelectual con mucho sentido común y de gran sensibilidad. Escribre todos los viernes una columna sobre relaciones internacionales y política exterior en el diario El País y tiene un blog en el mismo diario.
Escúchale en nuestro primer programa de la III Temporada, sus reflexiones sobre el papel de las mujeres es esclarecedor y además muy importante por tratarse de que es un hombre el que arroja estos comentarios. Como él dice, el 50 % de la población ya tiene claro cuáles son sus derechos, es el otro 50% el que tiene que concienciarse y sobre todo, es entre ellos donde tiene que abrirse un debate serio, continuo y constructivo.
María Eugenia Monzón, es una profesional cercana, militante comprometida con la mujer, de mensaje claro y convincente. Profesora de Historia Moderna en La Universidad de La Laguna, directora académica de la nueva edición del Máster Oficial Universitario sobre Estudios de Género y Políticas de Igualdad de la ULL.
Nos ha contado el por qué de los estudios de género en estos momentos de "retroceso" político y económico, qué implica formarse, especializarse en temas de Igualdad, y la necesidad de "resistir", de mantener lo conquistado. Los derechos adquiridos por las mujeres en su lucha por la Igualdad de Oportunidades entre mujeres y hombres son de justicia. No es posible volver a décadas anteriores. No es posible claudicar en derechos humanos, en derechos sociales y civiles.
Tres adolescentes impulsaron hace varios meses una campaña de firmas pionera en Estados Unidos. Nadie antes había
reivindicado públicamente que una periodista estuviera encargada de
moderar un debate electoral entre los aspirantes a la presidencia. Hace
20 años que ese puesto no lo ocupa una mujer y, según ellas, nadie ha
podido explicarles por qué. Ni a ellas ni a las más de 100.000 personas
que firmaron su propuesta en la página Change.org.
“Está claro que se trata de una equivocación”, declaró Elena Tsemberis, una de las jóvenes neoyorquinas, al diario The New York Times.
Durante toda su vida, los debates presidenciales han estado moderado
por hombres periodistas, todos veteranos de la televisión norteamericana
y todos blancos. La presentadora afroamericana Gwen Ifill presentó los dos debates que enfrentaron en 2004 y 2008 a los candidatos a la vicepresidencia. Pero desde 1992, ninguna mujer ha tenido la ocasión de preguntar directamente a los aspirantes a la Casa Blanca. En el otro lado de la balanza, sin embargo, está Jim Lehrer, encargado de moderar 11 encuentros, entre ellos, los tres que enfrentaron a Al Gore y George Bush en 2000.
La Comisión de Debates Presidenciales, encargada de nombrar a los moderadores, confirmó que Candy Crowley, una veterana periodista de CNN
era la elegida para terminar con dos décadas de protagonismo masculino.
No han explicado si su elección se debe a la campaña de firmas o es
casualidad. Tampoco se sabe si la Comisión ha propuesto el cargo a otras
periodistas en debates anteriores pero fueron vetadas por una de las
campañas de los candidatos -o ambas- ya que éstas deben ratificar los
nombres de los moderadores. Este factor, también ha podido contribuir a
que los candidatos fueran preguntados por hombres con cuyos rostros están familiarizados tanto los espectadores como ellos. Porque les ven cada noche en televisión. Porque son quienes les cuentan las noticias.
“Como alguien que se siente afortunada cada día por vivir en un país
donde la libertad de prensa, la libertad de expresión y las elecciones
democráticas son un modo de vida, me siento sorprendida, impresionada e ilusionada por moderar un debate presidencial en 2012”, dijo Crowley en un comunicado a través de la cadena CNN. La otra afortunada será la profesional de ABC Martha Raddatz, encargada de moderar el debate de los vicepresidentes. Por primera vez, dos hombres -repetirán Jim Lehrer y Bob Schieffer-
y dos mujeres se repartirán los cuatro encuentros entre los candidatos,
que se celebrarán entre el 3 y el 22 de octubre en cuatro ciudades
diferentes.
Y ambas, especialmente Crowley, prometen no dejar ninguna pregunta en
el tintero e insistir si uno de los candidatos se escabulle. Con esa
insistencia han labrado su carrera tanto delante de la cámara como en
Washington, donde han cubierto la actualidad política durante largo
tiempo -Raddatz también es autora de un libro sobre la guerra en Irak y
ha sido enviada especial a diversos conflictos para ABC- y han acumulado
las credenciales que han garantizado a otros periodistas su plaza en un
debate.
“Las jóvenes de New Jersey están diciendo lo que las mujeres con más poder en televisión pocas veces pronuncian en alto
-que en los telediarios todavía se trata a los hombres como si tuvieran
más autoridad que las mujeres”, escribió Jodi Kantor en el Times.
La periodista afirmó además que la falta de igualdad de trato con
respecto a otros profesionales “es un secreto a voces” entre las
presentadoras de televisión y que algunas de ellas se negaron a hacer
declaraciones sobre el tema por miedo a que pareciera que estaban
promocionando su imagen.
La Comisión ha reconocido la experiencia de los periodistas elegidos
en esta ocasión y destaca que espera que el público “aprenda más de los
candidatos gracias a ellos”. Un factor que se convierte en una
responsabilidad añadida para las dos periodistas. Se espera que
garanticen que los candidatos hablen de economía, política exterior o
seguridad nacional, y también que respondan a alguna pregunta
relacionada con las mujeres. Su voto es uno de los más codiciados -y
divididos- en estas elecciones y sus derechos han sido algunos de los
más cuestionados durante la última legislatura. Desde las leyes que
limitan el derecho al aborto en numerosos Estados hasta la iniciativa
del Gobierno para exigir que las aseguradoras cubran el precio de los
anticonceptivos, varias iniciativas legales han puesto a las mujeres en
el centro de la actualidad y, a veces, también en el centro de la campaña.
“Hoy les quiero decir que las mujeres y las niñas son
cruciales para hacer frente a los diferentes retos del desarrollo sostenible,
aquí en el Pacífico pero también en el resto del mundo. El desarrollo
sostenible requiere de los derechos de las mujeres, de las mismas oportunidades
para todos y de la plena participación de las mujeres. O, como me gusta
expresarlo en pocas palabras: la igualdad de género es necesaria para tener un
mundo en equilibrio”.Discurso de Michele Bachelet, Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, en el Foro de
las Islas del Pacífico, agosto 2012
Así es como la
Directora del Programa “…porque el Río Suena…”, Eva Padilla, quiere que
presente su III Temporada en Onda Cit Radio. Han sido ya más de un centenar de
programas, con más de 100 invitadas/os debatiendo, fomentando y sensibilizando sobre
una realidad clara, las mujeres representan el 50 % de la población. Su
talento, su saber hacer, su experiencia, su profesionalidad, su sensibilidad no
se deben perder.
Eva Padilla llevaba
tiempo queriendo dar a luz su proyecto sobre Igualdad de Oportunidades entre
mujeres y hombres, queriendo aportar su grano de arena a esta lucha,
reivindicación, trabajo y pasión que es la sensibilización de la población en
la igualdad de género, que como dice Michele Bachelet “ la igualdad de género
tiene que ser una realidad vivida”.
El próximo viernes
7 de septiembre, a las 16,10 horas vuelve acompañada de su colaborador habitual
Antonio Perdomo, con nuevas invitadas e invitados, con temas actuales, con el
testimonio de las asociaciones de mujeres, de los institutos de igualdad, de
las universidades, de la mujer de la calle, y de todos esos hombres que
conjuntamente trabajan por la igualdad.
“…porque el Río
Suena…” es el único programa radiofónico exclusivamente de Igualdad de Género,
en Canariasy nos atrevemos a
decir que en España, con continuidad y sin ningún tipo de ayuda institucional.
Nuestro políticos y
políticas, constantemente presumen de fomentar las políticas de igualdad y
contradictoriamente no apoyan este tipo de proyectos divulgativos e
informativos. Sólo esta institución ha creído en la divulgación de estas
políticas.
Tiene la opción de
escuchar los programas anteriores a la carta en www.iVoox.com
, en su blog: porqueelriosuena.blogspot.com y en las redes sociales.
It’s time to stop fooling ourselves, says a woman who left a position of power: the women who have managed to be both mothers and top professionals are superhuman, rich, or self-employed. If we truly believe in equal opportunity for all women, here’s what has to change.
EIGHTEEN MONTHS INTO my job as the first woman director of policy planning at the State Department, a foreign-policy dream job that traces its origins back to George Kennan, I found myself in New York, at the United Nations’ annual assemblage of every foreign minister and head of state in the world. On a Wednesday evening, President and Mrs. Obama hosted a glamorous reception at the American Museum of Natural History. I sipped champagne, greeted foreign dignitaries, and mingled. But I could not stop thinking about my 14-year-old son, who had started eighth grade three weeks earlier and was already resuming what had become his pattern of skipping homework, disrupting classes, failing math, and tuning out any adult who tried to reach him. Over the summer, we had barely spoken to each other—or, more accurately, he had barely spoken to me. And the previous spring I had received several urgent phone calls—invariably on the day of an important meeting—that required me to take the first train from Washington, D.C., where I worked, back to Princeton, New Jersey, where he lived. My husband, who has always done everything possible to support my career, took care of him and his 12-year-old brother during the week; outside of those midweek emergencies, I came home only on weekends.
As the evening wore on, I ran into a colleague who held a senior position in the White House. She has two sons exactly my sons’ ages, but she had chosen to move them from California to D.C. when she got her job, which meant her husband commuted back to California regularly. I told her how difficult I was finding it to be away from my son when he clearly needed me. Then I said, “When this is over, I’m going to write an op-ed titled ‘Women Can’t Have It All.’”
She was horrified. “You can’t write that,” she said. “You, of all people.” What she meant was that such a statement, coming from a high-profile career woman—a role model—would be a terrible signal to younger generations of women.
By the end of the evening, she had talked me out of it, but for the remainder of my stint in Washington, I was increasingly aware that the feminist beliefs on which I had built my entire career were shifting under my feet. I had always assumed that if I could get a foreign-policy job in the State Department or the White House while my party was in power, I would stay the course as long as I had the opportunity to do work I loved. But in January 2011, when my two-year public-service leave from Princeton University was up, I hurried home as fast as I could.
A rude epiphany hit me soon after I got there. When people asked why I had left government, I explained that I’d come home not only because of Princeton’s rules (after two years of leave, you lose your tenure), but also because of my desire to be with my family and my conclusion that juggling high-level government work with the needs of two teenage boys was not possible. I have not exactly left the ranks of full-time career women: I teach a full course load; write regular print and online columns on foreign policy; give 40 to 50 speeches a year; appear regularly on TV and radio; and am working on a new academic book. But I routinely got reactions from other women my age or older that ranged from disappointed (“It’s such a pity that you had to leave Washington”) to condescending (“I wouldn’t generalize from your experience. I’venever had to compromise, and my kids turned out great”).
The first set of reactions, with the underlying assumption that my choice was somehow sad or unfortunate, was irksome enough. But it was the second set of reactions—those implying that my parenting and/or my commitment to my profession were somehow substandard—that triggered a blind fury. Suddenly, finally, the penny dropped. All my life, I’d been on the other side of this exchange. I’d been the woman smiling the faintly superior smile while another woman told me she had decided to take some time out or pursue a less competitive career track so that she could spend more time with her family. I’d been the woman congratulating herself on her unswerving commitment to the feminist cause, chatting smugly with her dwindling number of college or law-school friends who had reached and maintained their place on the highest rungs of their profession. I’d been the one telling young women at my lectures that you can have it all and do it all, regardless of what field you are in. Which means I’d been part, albeit unwittingly, of making millions of women feel that they are to blame if they cannot manage to rise up the ladder as fast as men and also have a family and an active home life (and be thin and beautiful to boot).
VIDEO: Anne-Marie Slaughter talks with Hanna Rosin about the struggles of working mothers.
Last spring, I flew to Oxford to give a public lecture. At the request of a young Rhodes Scholar I know, I’d agreed to talk to the Rhodes community about “work-family balance.” I ended up speaking to a group of about 40 men and women in their mid-20s. What poured out of me was a set of very frank reflections on how unexpectedly hard it was to do the kind of job I wanted to do as a high government official and be the kind of parent I wanted to be, at a demanding time for my children (even though my husband, an academic, was willing to take on the lion’s share of parenting for the two years I was in Washington). I concluded by saying that my time in office had convinced me that further government service would be very unlikely while my sons were still at home. The audience was rapt, and asked many thoughtful questions. One of the first was from a young woman who began by thanking me for “not giving just one more fatuous ‘You can have it all’ talk.” Just about all of the women in that room planned to combine careers and family in some way. But almost all assumed and accepted that they would have to make compromises that the men in their lives were far less likely to have to make.
The striking gap between the responses I heard from those young women (and others like them) and the responses I heard from my peers and associates prompted me to write this article. Women of my generation have clung to the feminist credo we were raised with, even as our ranks have been steadily thinned by unresolvable tensions between family and career, because we are determined not to drop the flag for the next generation. But when many members of the younger generation have stopped listening, on the grounds that glibly repeating “you can have it all” is simply airbrushing reality, it is time to talk.
I still strongly believe that women can “have it all” (and that men can too). I believe that we can “have it all at the same time.” But not today, not with the way America’s economy and society are currently structured. My experiences over the past three years have forced me to confront a number of uncomfortable facts that need to be widely acknowledged—and quickly changed.
BEFORE MY SERVICE in government, I’d spent my career in academia: as a law professor and then as the dean of Princeton’s Woodrow Wilson School of Public and International Affairs. Both were demanding jobs, but I had the ability to set my own schedule most of the time. I could be with my kids when I needed to be, and still get the work done. I had to travel frequently, but I found I could make up for that with an extended period at home or a family vacation.
I knew that I was lucky in my career choice, but I had no idea how lucky until I spent two years in Washington within a rigid bureaucracy, even with bosses as understanding as Hillary Clinton and her chief of staff, Cheryl Mills. My workweek started at 4:20 on Monday morning, when I got up to get the 5:30 train from Trenton to Washington. It ended late on Friday, with the train home. In between, the days were crammed with meetings, and when the meetings stopped, the writing work began—a never-ending stream of memos, reports, and comments on other people’s drafts. For two years, I never left the office early enough to go to any stores other than those open 24 hours, which meant that everything from dry cleaning to hair appointments to Christmas shopping had to be done on weekends, amid children’s sporting events, music lessons, family meals, and conference calls. I was entitled to four hours of vacation per pay period, which came to one day of vacation a month. And I had it better than many of my peers in D.C.; Secretary Clinton deliberately came in around 8 a.m. and left around 7 p.m., to allow her close staff to have morning and evening time with their families (although of course she worked earlier and later, from home).
In short, the minute I found myself in a job that is typical for the vast majority of working women (and men), working long hours on someone else’s schedule, I could no longer be both the parent and the professional I wanted to be—at least not with a child experiencing a rocky adolescence. I realized what should have perhaps been obvious: having it all, at least for me, depended almost entirely on what type of job I had. The flip side is the harder truth: having it all was not possible in many types of jobs, including high government office—at least not for very long.
I am hardly alone in this realization. Michèle Flournoy stepped down after three years as undersecretary of defense for policy, the third-highest job in the department, to spend more time at home with her three children, two of whom are teenagers. Karen Hughes left her position as the counselor to President George W. Bush after a year and a half in Washington to go home to Texas for the sake of her family. Mary Matalin, who spent two years as an assistant to Bush and the counselor to Vice President Dick Cheney before stepping down to spend more time with her daughters, wrote: “Having control over your schedule is the only way that women who want to have a career and a family can make it work.”
Yet the decision to step down from a position of power—to value family over professional advancement, even for a time—is directly at odds with the prevailing social pressures on career professionals in the United States. One phrase says it all about current attitudes toward work and family, particularly among elites. In Washington, “leaving to spend time with your family” is a euphemism for being fired. This understanding is so ingrained that when Flournoy announced her resignation last December, TheNew York Times covered her decision as follows:
Ms. Flournoy’s announcement surprised friends and a number of Pentagon officials, but all said they took her reason for resignation at face value and not as a standard Washington excuse for an official who has in reality been forced out. “I can absolutely and unequivocally state that her decision to step down has nothing to do with anything other than her commitment to her family,” said Doug Wilson, a top Pentagon spokesman. “She has loved this job and people here love her.
Think about what this “standard Washington excuse” implies: it is so unthinkable that an official wouldactually step down to spend time with his or her family that this must be a cover for something else. How could anyone voluntarily leave the circles of power for the responsibilities of parenthood? Depending on one’s vantage point, it is either ironic or maddening that this view abides in the nation’s capital, despite the ritual commitments to “family values” that are part of every political campaign. Regardless, this sentiment makes true work-life balance exceptionally difficult. But it cannot change unless top women speak out.
Only recently have I begun to appreciate the extent to which many young professional women feel under assault by women my age and older. After I gave a recent speech in New York, several women in their late 60s or early 70s came up to tell me how glad and proud they were to see me speaking as a foreign-policy expert. A couple of them went on, however, to contrast my career with the path being traveled by “younger women today.” One expressed dismay that many younger women “are just not willing to get out there and do it.” Said another, unaware of the circumstances of my recent job change: “They think they have to choose between having a career and having a family.”
A similar assumption underlies Facebook Chief Operating Officer Sheryl Sandberg’s widely publicized 2011 commencement speech at Barnard, and her earlier TED talk, in which she lamented the dismally small number of women at the top and advised young women not to “leave before you leave.” When a woman starts thinking about having children, Sandberg said, “she doesn’t raise her hand anymore … She starts leaning back.” Although couched in terms of encouragement, Sandberg’s exhortation contains more than a note of reproach. We who have made it to the top, or are striving to get there, are essentially saying to the women in the generation behind us: “What’s the matter with you?”
They have an answer that we don’t want to hear. After the speech I gave in New York, I went to dinner with a group of 30-somethings. I sat across from two vibrant women, one of whom worked at the UN and the other at a big New York law firm. As nearly always happens in these situations, they soon began asking me about work-life balance. When I told them I was writing this article, the lawyer said, “I look for role models and can’t find any.” She said the women in her firm who had become partners and taken on management positions had made tremendous sacrifices, “many of which they don’t even seem to realize … They take two years off when their kids are young but then work like crazy to get back on track professionally, which means that they see their kids when they are toddlers but not teenagers, or really barely at all.” Her friend nodded, mentioning the top professional women she knew, all of whom essentially relied on round-the-clock nannies. Both were very clear that they did not want that life, but could not figure out how to combine professional success and satisfaction with a real commitment to family.
I realize that I am blessed to have been born in the late 1950s instead of the early 1930s, as my mother was, or the beginning of the 20th century, as my grandmothers were. My mother built a successful and rewarding career as a professional artist largely in the years after my brothers and I left home—and after being told in her 20s that she could not go to medical school, as her father had done and her brother would go on to do, because, of course, she was going to get married. I owe my own freedoms and opportunities to the pioneering generation of women ahead of me—the women now in their 60s, 70s, and 80s who faced overt sexism of a kind I see only when watching Mad Men, and who knew that the only way to make it as a woman was to act exactly like a man. To admit to, much less act on, maternal longings would have been fatal to their careers.
But precisely thanks to their progress, a different kind of conversation is now possible. It is time for women in leadership positions to recognize that although we are still blazing trails and breaking ceilings, many of us are also reinforcing a falsehood: that “having it all” is, more than anything, a function of personal determination. As Kerry Rubin and Lia Macko, the authors of Midlife Crisis at 30, their cri de coeur for Gen-X and Gen-Y women, put it:
What we discovered in our research is that while the empowerment part of the equation has been loudly celebrated, there has been very little honest discussion among women of our age about the real barriers and flaws that still exist in the system despite the opportunities we inherited.
I am well aware that the majority of American women face problems far greater than any discussed in this article. I am writing for my demographic—highly educated, well-off women who are privileged enough to have choices in the first place. We may not have choices about whether to do paid work, as dual incomes have become indispensable. But we have choices about the type and tempo of the work we do. We are the women who could be leading, and who should be equally represented in the leadership ranks.
Millions of other working women face much more difficult life circumstances. Some are single mothers; many struggle to find any job; others support husbands who cannot find jobs. Many cope with a work life in which good day care is either unavailable or very expensive; school schedules do not match work schedules; and schools themselves are failing to educate their children. Many of these women are worrying not about having it all, but rather about holding on to what they do have. And although women as a group have made substantial gains in wages, educational attainment, and prestige over the past three decades, the economists Justin Wolfers and Betsey Stevenson have shown that women are less happy today than their predecessors were in 1972, both in absolute terms and relative to men.
The best hope for improving the lot of all women, and for closing what Wolfers and Stevenson call a “new gender gap”—measured by well-being rather than wages—is to close the leadership gap: to elect a woman president and 50 women senators; to ensure that women are equally represented in the ranks of corporate executives and judicial leaders. Only when women wield power in sufficient numbers will we create a society that genuinely works for all women. That will be a society that works for everyone.
Café
Steiner cierra durante agosto. Todos tenemos libros atrasados que
estamos deseando leer, horizontes que explorar y neuronas que
descomprimir. Es tiempo de alimentarse de nuevas ideas, lecturas, puntos
de vista distintos. También, ¿por qué no?, de tomarle algo de distancia
a esta crisis, aunque sea para poder comprobar si desde lejos es igual
de fea que desde cerca.
Pero no quería despedirme hasta septiembre sin aprovechar para dejarles con un debate que me tiene fascinado. Es un debate sobre el ascenso de las mujeres a los puestos de máxima responsabilidad,
en el gobierno y en las empresas, y los costes que ellos conlleva, los
obstáculos con los que se encuentran y, especialmente, con la mirada tan
interesante que aportan sobre la conciliación entre la vida personal y
la vida profesional, un tema en el que han sido pioneras las mujeres,
pero que cada vez nos preocupa, e incluso agobia, a cada vez más
hombres.
El debate lo inició Anne Marie Slaughter con este artículo en “The Atlantic Monthly”. Se titula “Why Women Still Can´t Have it All”, es decir, “¿Por qué las mujeres no pueden todavía tenerlo todo?”. La relevancia del artículo ( verán que tiene 192.000 recomendacines en Facebook y miles de menciones en Twitter) es que Anne Marie Slaughter es una de las mujeres más admiradas en el mundo de la política exterior estadounidense. No es que sea académicamente brillante
y haya completado una carrera universitaria extraordinaria, es que
además es una fantástica comunicadora (con fantásticos artículos en la
A-List del Financial Times), una activista política comprometida y una
persona encantadora (esto lo digo con conocimiento de causa, porque tuve
la suerte de sentarme al lado suyo en una cena celebrada en Berlín hace
un par de meses).
El caso es que Anne Marie accedió en enero del 2010 al
puesto seguramente más deseado por cualquier académico/a especialista
en relaciones internacionales: responsable de la unidad de análisis y
planificación del Departamento de Estado de Estados Unidos
(Head of the Policy Planning Staff). Ese puesto, con Obama de presidente
y Hillary Clinton de Secretaria de Estado es, como ella misma
reconocía, el puesto de su vida, el lugar para la realización personal y
profesional, una oportunidad increíble para dejar de estudiar la
política exterior y ponerse directamente a cocinarla.
Dos años después, sin
embargo, Anne Marie confiesa que no era feliz, que el precio personal de
vivir en Washington durante la semana, viajar continuamente y solo
ocasionalmente poder volver a Princeton con su familia le resultaba muy
elevado. A pesar de tener todas las facilidades económicas y todo el
apoyo familiar en un marido que respaldó su decisión y asumió sin
dudarlo la tarea de estar en el día a día con sus hijos, Anne Marie se
confiesa pensando todo el rato en que sus hijos, en plena adolescencia,
la necesitan y que ella, incluso aunque ellos no la necesitaran a ella,
también les necesita. Dos años después, Slaugther confiesa que decidió tirar la toalla y volverse a casa.
“¿Por qué los hombres no tienen estas preocupaciones?”,
se pregunta Slaughter, lo que le permite abrir una reflexión sobre
hasta qué punto los hombres han conformado una cultura profesional en la
que la vida familiar es una debilidad, algo que debe dejarse a un lado
y, especialmente si quieres ocupar altos puestos de responsabilidad
sacrificar. Y la facilidad con la que lo hacen es algo desquiciante,
añade, hasta el punto de que cuando en Washington alguien es cesado por
discrepancias o errores políticos, todo el mundo acepta como natural que
se diga que se va a casa “para pasar más tiempo con su familia” cuando
todo el mundo sabe que es un eufemismo o directamente una mentira.
Las mujeres, concluye Slaughter, nos hemos mentido a nosotras mismas,
y seguimos haciéndolo cuando creemos que podemos ser exitosas como los
hombres, ocupar altos puestos de responsabilidad, y encima mantener una
vida familiar y personal plena, incluyendo cuidar a nuestros hijos. No
se trata sólo de cuidar de ellos, sino de pasar tiempo con ellos, tener
la oportunidad de ayudarles a formarse como personas etc. Por eso,
concluye Slaughter, comportarnos como “super-women” no es la solución:
claro que podemos tener éxito y hacerlo tan bien como ellos, pero ¿de verdad queremos pagar el mismo precio?,
se pregunta. ¿No sería mejor, sugiere, que cambiáramos esa cultura
laboral, pensada por y para hombres, de tal manera que hubiera más
flexibilidad y, sobre todo, más visibilidad del hecho de que todos
tenemos más dimensiones que la estrictamente laboral?
No puedo estar más de acuerdo con las
reflexiones de Slaughter. Todos sabemos por experiencia hasta qué punto
nuestros mundos laborales está lleno de hombres exitosos
profesionalmente pero fracasados en lo personal y en lo familiar,
hombres que no quieren irse a casa, hombres unidimensionales,
entrenados para el trabajo, adictos a él y que han renunciado a su vida
familiar. Luego se jubilan o les dan un premio, y agradecen a su
familia “el apoyo” pero todos sabemos que en muchos de esos casos nunca
hubo un apoyo, sólo una resignación por una ausencia que prolongó por
décadas sin ningún cuestionamiento. Slaughter es honesta, seamos
los hombres también honestos y reconozcamos que somos el problema y,
por tanto, la solución. Es mejor que las imitemos a ellas que que ellas
nos imiten a nosotros.