lunes, 3 de septiembre de 2012

Una mujer entre Obama y Romney

Periódico El País

Por:  

 31 de agosto de 2012
22519_001_1696_R Tres adolescentes impulsaron hace varios meses una campaña de firmas pionera en Estados Unidos. Nadie antes había reivindicado públicamente que una periodista estuviera encargada de moderar un debate electoral entre los aspirantes a la presidencia. Hace 20 años que ese puesto no lo ocupa una mujer y, según ellas, nadie ha podido explicarles por qué. Ni a ellas ni a las más de 100.000 personas que firmaron su propuesta en la página Change.org.


“Está claro que se trata de una equivocación”, declaró Elena Tsemberis, una de las jóvenes neoyorquinas, al diario The New York Times. Durante toda su vida, los debates presidenciales han estado moderado por hombres periodistas, todos veteranos de la televisión norteamericana y todos blancos. La presentadora afroamericana Gwen Ifill presentó los dos debates que enfrentaron en 2004 y 2008 a los candidatos a la vicepresidencia. Pero desde 1992, ninguna mujer ha tenido la ocasión de preguntar directamente a los aspirantes a la Casa Blanca. En el otro lado de la balanza, sin embargo, está Jim Lehrer, encargado de moderar 11 encuentros, entre ellos, los tres que enfrentaron a Al Gore y George Bush en 2000.

La Comisión de Debates Presidenciales, encargada de nombrar a los moderadores, confirmó que Candy Crowley, una veterana periodista de CNN era la elegida para terminar con dos décadas de protagonismo masculino. No han explicado si su elección se debe a la campaña de firmas o es casualidad. Tampoco se sabe si la Comisión ha propuesto el cargo a otras periodistas en debates anteriores pero fueron vetadas por una de las campañas de los candidatos -o ambas- ya que éstas deben ratificar los nombres de los moderadores. Este factor, también ha podido contribuir a que los candidatos fueran preguntados por hombres con cuyos rostros están familiarizados tanto los espectadores como ellos. Porque les ven cada noche en televisión. Porque son quienes les cuentan las noticias.

“Como alguien que se siente afortunada cada día por vivir en un país donde la libertad de prensa, la libertad de expresión y las elecciones democráticas son un modo de vida, me siento sorprendida, impresionada e ilusionada por moderar un debate presidencial en 2012”, dijo Crowley en un comunicado a través de la cadena CNN. La otra afortunada será la profesional de ABC Martha Raddatz, encargada de moderar el debate de los vicepresidentes. Por primera vez, dos hombres -repetirán Jim Lehrer y Bob Schieffer- y dos mujeres se repartirán los cuatro encuentros entre los candidatos, que se celebrarán entre el 3 y el 22 de octubre en cuatro ciudades diferentes.

Y ambas, especialmente Crowley, prometen no dejar ninguna pregunta en el tintero e insistir si uno de los candidatos se escabulle. Con esa insistencia han labrado su carrera tanto delante de la cámara como en Washington, donde han cubierto la actualidad política durante largo tiempo -Raddatz también es autora de un libro sobre la guerra en Irak y ha sido enviada especial a diversos conflictos para ABC- y han acumulado las credenciales que han garantizado a otros periodistas su plaza en un debate.

Las jóvenes de New Jersey están diciendo lo que las mujeres con más poder en televisión pocas veces pronuncian en alto -que en los telediarios todavía se trata a los hombres como si tuvieran más autoridad que las mujeres”, escribió Jodi Kantor en el Times. La periodista afirmó además que la falta de igualdad de trato con respecto a otros profesionales “es un secreto a voces” entre las presentadoras de televisión y que algunas de ellas se negaron a hacer declaraciones sobre el tema por miedo a que pareciera que estaban promocionando su imagen.

La Comisión ha reconocido la experiencia de los periodistas elegidos en esta ocasión y destaca que espera que el público “aprenda más de los candidatos gracias a ellos”. Un factor que se convierte en una responsabilidad añadida para las dos periodistas. Se espera que garanticen que los candidatos hablen de economía, política exterior o seguridad nacional, y también que respondan a alguna pregunta relacionada con las mujeres. Su voto es uno de los más codiciados -y divididos- en estas elecciones y sus derechos han sido algunos de los más cuestionados durante la última legislatura. Desde las leyes que limitan el derecho al aborto en numerosos Estados hasta la iniciativa del Gobierno para exigir que las aseguradoras cubran el precio de los anticonceptivos, varias iniciativas legales han puesto a las mujeres en el centro de la actualidad y, a veces, también en el centro de la campaña.

sábado, 1 de septiembre de 2012

III Temporada del programa radiofónico "...porque el Río Suena..."




 by ONDA CIT Radio

“Hoy les quiero decir que las mujeres y las niñas son cruciales para hacer frente a los diferentes retos del desarrollo sostenible, aquí en el Pacífico pero también en el resto del mundo. El desarrollo sostenible requiere de los derechos de las mujeres, de las mismas oportunidades para todos y de la plena participación de las mujeres. O, como me gusta expresarlo en pocas palabras: la igualdad de género es necesaria para tener un mundo en equilibrio”. Discurso de Michele Bachelet, Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, en el Foro de las Islas del Pacífico, agosto 2012

Así es como la Directora del Programa “…porque el Río Suena…”, Eva Padilla, quiere que presente su III Temporada en Onda Cit Radio. Han sido ya más de un centenar de programas, con más de 100 invitadas/os debatiendo, fomentando y sensibilizando sobre una realidad clara, las mujeres representan el 50 % de la población. Su talento, su saber hacer, su experiencia, su profesionalidad, su sensibilidad no se deben perder.

Eva Padilla llevaba tiempo queriendo dar a luz su proyecto sobre Igualdad de Oportunidades entre mujeres y hombres, queriendo aportar su grano de arena a esta lucha, reivindicación, trabajo y pasión que es la sensibilización de la población en la igualdad de género, que como dice Michele Bachelet “ la igualdad de género tiene que ser una realidad vivida”.

El próximo viernes 7 de septiembre, a las 16,10 horas vuelve acompañada de su colaborador habitual Antonio Perdomo, con nuevas invitadas e invitados, con temas actuales, con el testimonio de las asociaciones de mujeres, de los institutos de igualdad, de las universidades, de la mujer de la calle, y de todos esos hombres que conjuntamente trabajan por la igualdad.

“…porque el Río Suena…” es el único programa radiofónico exclusivamente de Igualdad de Género, en Canarias  y nos atrevemos a decir que en España, con continuidad y sin ningún tipo de ayuda institucional.

Nuestro políticos y políticas, constantemente presumen de fomentar las políticas de igualdad y contradictoriamente no apoyan este tipo de proyectos divulgativos e informativos. Sólo esta institución ha creído en la divulgación de estas políticas.

Tiene la opción de escuchar los programas anteriores a la carta en www.iVoox.com , en su blog: porqueelriosuena.blogspot.com y en las redes sociales.

Why Women Still Can’t Have It All


It’s time to stop fooling ourselves, says a woman who left a position of power: the women who have managed to be both mothers and top professionals are superhuman, rich, or self-employed. If we truly believe in equal opportunity for all women, here’s what has to change.



By ANNE-MARIE SLAUGHTER

The Atlantic Magazine
Phillip Toledano

EIGHTEEN MONTHS INTO my job as the first woman director of policy planning at the State Department, a foreign-policy dream job that traces its origins back to George Kennan, I found myself in New York, at the United Nations’ annual assemblage of every foreign minister and head of state in the world. On a Wednesday evening, President and Mrs. Obama hosted a glamorous reception at the American Museum of Natural History. I sipped champagne, greeted foreign dignitaries, and mingled. But I could not stop thinking about my 14-year-old son, who had started eighth grade three weeks earlier and was already resuming what had become his pattern of skipping homework, disrupting classes, failing math, and tuning out any adult who tried to reach him. Over the summer, we had barely spoken to each other—or, more accurately, he had barely spoken to me. And the previous spring I had received several urgent phone calls—invariably on the day of an important meeting—that required me to take the first train from Washington, D.C., where I worked, back to Princeton, New Jersey, where he lived. My husband, who has always done everything possible to support my career, took care of him and his 12-year-old brother during the week; outside of those midweek emergencies, I came home only on weekends.

Women in the Workplace Debate bug
A debate on career and family See full coverage
As the evening wore on, I ran into a colleague who held a senior position in the White House. She has two sons exactly my sons’ ages, but she had chosen to move them from California to D.C. when she got her job, which meant her husband commuted back to California regularly. I told her how difficult I was finding it to be away from my son when he clearly needed me. Then I said, “When this is over, I’m going to write an op-ed titled ‘Women Can’t Have It All.’”
She was horrified. “You can’t write that,” she said. “You, of all people.” What she meant was that such a statement, coming from a high-profile career woman—a role model—would be a terrible signal to younger generations of women. 

By the end of the evening, she had talked me out of it, but for the remainder of my stint in Washington, I was increasingly aware that the feminist beliefs on which I had built my entire career were shifting under my feet. I had always assumed that if I could get a foreign-policy job in the State Department or the White House while my party was in power, I would stay the course as long as I had the opportunity to do work I loved. But in January 2011, when my two-year public-service leave from Princeton University was up, I hurried home as fast as I could.

A rude epiphany hit me soon after I got there. When people asked why I had left government, I explained that I’d come home not only because of Princeton’s rules (after two years of leave, you lose your tenure), but also because of my desire to be with my family and my conclusion that juggling high-level government work with the needs of two teenage boys was not possible. I have not exactly left the ranks of full-time career women: I teach a full course load; write regular print and online columns on foreign policy; give 40 to 50 speeches a year; appear regularly on TV and radio; and am working on a new academic book. But I routinely got reactions from other women my age or older that ranged from disappointed (“It’s such a pity that you had to leave Washington”) to condescending (“I wouldn’t generalize from your experience. I’venever had to compromise, and my kids turned out great”).

The first set of reactions, with the underlying assumption that my choice was somehow sad or unfortunate, was irksome enough. But it was the second set of reactions—those implying that my parenting and/or my commitment to my profession were somehow substandard—that triggered a blind fury. Suddenly, finally, the penny dropped. All my life, I’d been on the other side of this exchange. I’d been the woman smiling the faintly superior smile while another woman told me she had decided to take some time out or pursue a less competitive career track so that she could spend more time with her family. I’d been the woman congratulating herself on her unswerving commitment to the feminist cause, chatting smugly with her dwindling number of college or law-school friends who had reached and maintained their place on the highest rungs of their profession. I’d been the one telling young women at my lectures that you can have it all and do it all, regardless of what field you are in. Which means I’d been part, albeit unwittingly, of making millions of women feel that they are to blame if they cannot manage to rise up the ladder as fast as men and also have a family and an active home life (and be thin and beautiful to boot).


VIDEO: Anne-Marie Slaughter talks with Hanna Rosin about the struggles of working mothers.

Last spring, I flew to Oxford to give a public lecture. At the request of a young Rhodes Scholar I know, I’d agreed to talk to the Rhodes community about “work-family balance.” I ended up speaking to a group of about 40 men and women in their mid-20s. What poured out of me was a set of very frank reflections on how unexpectedly hard it was to do the kind of job I wanted to do as a high government official and be the kind of parent I wanted to be, at a demanding time for my children (even though my husband, an academic, was willing to take on the lion’s share of parenting for the two years I was in Washington). I concluded by saying that my time in office had convinced me that further government service would be very unlikely while my sons were still at home. The audience was rapt, and asked many thoughtful questions. One of the first was from a young woman who began by thanking me for “not giving just one more fatuous ‘You can have it all’ talk.” Just about all of the women in that room planned to combine careers and family in some way. But almost all assumed and accepted that they would have to make compromises that the men in their lives were far less likely to have to make.

The striking gap between the responses I heard from those young women (and others like them) and the responses I heard from my peers and associates prompted me to write this article. Women of my generation have clung to the feminist credo we were raised with, even as our ranks have been steadily thinned by unresolvable tensions between family and career, because we are determined not to drop the flag for the next generation. But when many members of the younger generation have stopped listening, on the grounds that glibly repeating “you can have it all” is simply airbrushing reality, it is time to talk.

I still strongly believe that women can “have it all” (and that men can too). I believe that we can “have it all at the same time.” But not today, not with the way America’s economy and society are currently structured. My experiences over the past three years have forced me to confront a number of uncomfortable facts that need to be widely acknowledged—and quickly changed.

BEFORE MY SERVICE in government, I’d spent my career in academia: as a law professor and then as the dean of Princeton’s Woodrow Wilson School of Public and International Affairs. Both were demanding jobs, but I had the ability to set my own schedule most of the time. I could be with my kids when I needed to be, and still get the work done. I had to travel frequently, but I found I could make up for that with an extended period at home or a family vacation.

I knew that I was lucky in my career choice, but I had no idea how lucky until I spent two years in Washington within a rigid bureaucracy, even with bosses as understanding as Hillary Clinton and her chief of staff, Cheryl Mills. My workweek started at 4:20 on Monday morning, when I got up to get the 5:30 train from Trenton to Washington. It ended late on Friday, with the train home. In between, the days were crammed with meetings, and when the meetings stopped, the writing work began—a never-ending stream of memos, reports, and comments on other people’s drafts. For two years, I never left the office early enough to go to any stores other than those open 24 hours, which meant that everything from dry cleaning to hair appointments to Christmas shopping had to be done on weekends, amid children’s sporting events, music lessons, family meals, and conference calls. I was entitled to four hours of vacation per pay period, which came to one day of vacation a month. And I had it better than many of my peers in D.C.; Secretary Clinton deliberately came in around 8 a.m. and left around 7 p.m., to allow her close staff to have morning and evening time with their families (although of course she worked earlier and later, from home).

In short, the minute I found myself in a job that is typical for the vast majority of working women (and men), working long hours on someone else’s schedule, I could no longer be both the parent and the professional I wanted to be—at least not with a child experiencing a rocky adolescence. I realized what should have perhaps been obvious: having it all, at least for me, depended almost entirely on what type of job I had. The flip side is the harder truth: having it all was not possible in many types of jobs, including high government office—at least not for very long.

I am hardly alone in this realization. Michèle Flournoy stepped down after three years as undersecretary of defense for policy, the third-highest job in the department, to spend more time at home with her three children, two of whom are teenagers. Karen Hughes left her position as the counselor to President George W. Bush after a year and a half in Washington to go home to Texas for the sake of her family. Mary Matalin, who spent two years as an assistant to Bush and the counselor to Vice President Dick Cheney before stepping down to spend more time with her daughters, wrote: “Having control over your schedule is the only way that women who want to have a career and a family can make it work.”

Yet the decision to step down from a position of power—to value family over professional advancement, even for a time—is directly at odds with the prevailing social pressures on career professionals in the United States. One phrase says it all about current attitudes toward work and family, particularly among elites. In Washington, “leaving to spend time with your family” is a euphemism for being fired. This understanding is so ingrained that when Flournoy announced her resignation last December, TheNew York Times covered her decision as follows:
Ms. Flournoy’s announcement surprised friends and a number of Pentagon officials, but all said they took her reason for resignation at face value and not as a standard Washington excuse for an official who has in reality been forced out. “I can absolutely and unequivocally state that her decision to step down has nothing to do with anything other than her commitment to her family,” said Doug Wilson, a top Pentagon spokesman. “She has loved this job and people here love her.
Think about what this “standard Washington excuse” implies: it is so unthinkable that an official wouldactually step down to spend time with his or her family that this must be a cover for something else. How could anyone voluntarily leave the circles of power for the responsibilities of parenthood? Depending on one’s vantage point, it is either ironic or maddening that this view abides in the nation’s capital, despite the ritual commitments to “family values” that are part of every political campaign. Regardless, this sentiment makes true work-life balance exceptionally difficult. But it cannot change unless top women speak out.

Only recently have I begun to appreciate the extent to which many young professional women feel under assault by women my age and older. After I gave a recent speech in New York, several women in their late 60s or early 70s came up to tell me how glad and proud they were to see me speaking as a foreign-policy expert. A couple of them went on, however, to contrast my career with the path being traveled by “younger women today.” One expressed dismay that many younger women “are just not willing to get out there and do it.” Said another, unaware of the circumstances of my recent job change: “They think they have to choose between having a career and having a family.”

A similar assumption underlies Facebook Chief Operating Officer Sheryl Sandberg’s widely publicized 2011 commencement speech at Barnard, and her earlier TED talk, in which she lamented the dismally small number of women at the top and advised young women not to “leave before you leave.” When a woman starts thinking about having children, Sandberg said, “she doesn’t raise her hand anymore … She starts leaning back.” Although couched in terms of encouragement, Sandberg’s exhortation contains more than a note of reproach. We who have made it to the top, or are striving to get there, are essentially saying to the women in the generation behind us: “What’s the matter with you?”

They have an answer that we don’t want to hear. After the speech I gave in New York, I went to dinner with a group of 30-somethings. I sat across from two vibrant women, one of whom worked at the UN and the other at a big New York law firm. As nearly always happens in these situations, they soon began asking me about work-life balance. When I told them I was writing this article, the lawyer said, “I look for role models and can’t find any.” She said the women in her firm who had become partners and taken on management positions had made tremendous sacrifices, “many of which they don’t even seem to realize … They take two years off when their kids are young but then work like crazy to get back on track professionally, which means that they see their kids when they are toddlers but not teenagers, or really barely at all.” Her friend nodded, mentioning the top professional women she knew, all of whom essentially relied on round-the-clock nannies. Both were very clear that they did not want that life, but could not figure out how to combine professional success and satisfaction with a real commitment to family.

I realize that I am blessed to have been born in the late 1950s instead of the early 1930s, as my mother was, or the beginning of the 20th century, as my grandmothers were. My mother built a successful and rewarding career as a professional artist largely in the years after my brothers and I left home—and after being told in her 20s that she could not go to medical school, as her father had done and her brother would go on to do, because, of course, she was going to get married. I owe my own freedoms and opportunities to the pioneering generation of women ahead of me—the women now in their 60s, 70s, and 80s who faced overt sexism of a kind I see only when watching Mad Men, and who knew that the only way to make it as a woman was to act exactly like a man. To admit to, much less act on, maternal longings would have been fatal to their careers.

But precisely thanks to their progress, a different kind of conversation is now possible. It is time for women in leadership positions to recognize that although we are still blazing trails and breaking ceilings, many of us are also reinforcing a falsehood: that “having it all” is, more than anything, a function of personal determination. As Kerry Rubin and Lia Macko, the authors of Midlife Crisis at 30, their cri de coeur for Gen-X and Gen-Y women, put it:
What we discovered in our research is that while the empowerment part of the equation has been loudly celebrated, there has been very little honest discussion among women of our age about the real barriers and flaws that still exist in the system despite the opportunities we inherited.
I am well aware that the majority of American women face problems far greater than any discussed in this article. I am writing for my demographic—highly educated, well-off women who are privileged enough to have choices in the first place. We may not have choices about whether to do paid work, as dual incomes have become indispensable. But we have choices about the type and tempo of the work we do. We are the women who could be leading, and who should be equally represented in the leadership ranks.

Millions of other working women face much more difficult life circumstances. Some are single mothers; many struggle to find any job; others support husbands who cannot find jobs. Many cope with a work life in which good day care is either unavailable or very expensive; school schedules do not match work schedules; and schools themselves are failing to educate their children. Many of these women are worrying not about having it all, but rather about holding on to what they do have. And although women as a group have made substantial gains in wages, educational attainment, and prestige over the past three decades, the economists Justin Wolfers and Betsey Stevenson have shown that women are less happy today than their predecessors were in 1972, both in absolute terms and relative to men.

The best hope for improving the lot of all women, and for closing what Wolfers and Stevenson call a “new gender gap”—measured by well-being rather than wages—is to close the leadership gap: to elect a woman president and 50 women senators; to ensure that women are equally represented in the ranks of corporate executives and judicial leaders. Only when women wield power in sufficient numbers will we create a society that genuinely works for all women. That will be a society that works for everyone.

Soy mujer, he llegado a la cima y no me gusta lo que he visto



| 30 de julio de 2012


 
Atlantic_blog_main_horizontalCafé Steiner cierra durante agosto. Todos tenemos libros atrasados que estamos deseando leer, horizontes que explorar y neuronas que descomprimir. Es tiempo de alimentarse de nuevas ideas, lecturas, puntos de vista distintos. También, ¿por qué no?, de tomarle algo de distancia a esta crisis, aunque sea para poder comprobar si desde lejos es igual de fea que desde cerca.

 Pero no quería despedirme hasta septiembre sin aprovechar para dejarles con un debate que me tiene fascinado. Es un debate sobre el ascenso de las mujeres a los puestos de máxima responsabilidad, en el gobierno y en las empresas, y los costes que ellos conlleva, los obstáculos con los que se encuentran y, especialmente, con la mirada tan interesante que aportan sobre la conciliación entre la vida personal y la vida profesional, un tema en el que han sido pioneras las mujeres, pero que cada vez nos preocupa, e incluso agobia, a cada vez más hombres.

El debate lo inició Anne Marie Slaughter con este artículo en “The Atlantic Monthly”. Se titula “Why Women Still Can´t Have it All”, es decir, “¿Por qué las mujeres no pueden todavía tenerlo todo?”. La relevancia del artículo ( verán que tiene 192.000 recomendacines en Facebook y miles de menciones en Twitter) es que Anne Marie Slaughter es una de las mujeres más admiradas en el mundo de la política exterior estadounidense. No es que sea académicamente brillante y haya completado una carrera universitaria extraordinaria, es que además es una fantástica comunicadora (con fantásticos artículos  en la A-List del Financial Times), una activista política comprometida y una persona encantadora (esto lo digo con conocimiento de causa, porque tuve la suerte de sentarme al lado suyo en una cena celebrada en Berlín hace un par de meses).

El caso es que Anne Marie accedió en enero del 2010 al puesto seguramente más deseado por cualquier académico/a especialista en relaciones internacionales: responsable de la unidad de análisis y planificación del Departamento de Estado de Estados Unidos (Head of the Policy Planning Staff). Ese puesto, con Obama de presidente y Hillary Clinton de Secretaria de Estado es, como ella misma reconocía, el puesto de su vida, el lugar para la realización personal y profesional, una oportunidad increíble para dejar de estudiar la política exterior y ponerse directamente a cocinarla.

 Dos años después, sin embargo, Anne Marie confiesa que no era feliz, que el precio personal de vivir en Washington durante la semana, viajar continuamente y solo ocasionalmente poder volver a Princeton con su familia le resultaba muy elevado. A pesar de tener todas las facilidades económicas y todo el apoyo familiar en un marido que respaldó su decisión y asumió sin dudarlo la tarea de estar en el día a día con sus hijos, Anne Marie se confiesa pensando todo el rato en que sus hijos, en plena adolescencia, la necesitan y que ella, incluso aunque ellos no la necesitaran a ella, también les necesita. Dos años después, Slaugther confiesa que decidió tirar la toalla y volverse a casa.

 “¿Por qué los hombres no tienen estas preocupaciones?”, se pregunta Slaughter, lo que le permite abrir una reflexión sobre hasta qué punto los hombres han conformado una cultura profesional en la que la vida familiar es una debilidad, algo que debe dejarse a un lado y, especialmente si quieres ocupar altos puestos de responsabilidad sacrificar. Y la facilidad con la que lo hacen es algo desquiciante, añade, hasta el punto de que cuando en Washington alguien es cesado por discrepancias o errores políticos, todo el mundo acepta como natural que se diga que se va a casa “para pasar más tiempo con su familia” cuando todo el mundo sabe que es un eufemismo o directamente una mentira.

Las mujeres, concluye Slaughter, nos hemos mentido a nosotras mismas, y seguimos haciéndolo cuando creemos que podemos ser exitosas como los hombres, ocupar altos puestos de responsabilidad, y encima mantener una vida familiar y personal plena, incluyendo cuidar a nuestros hijos. No se trata sólo de cuidar de ellos, sino de pasar tiempo con ellos, tener la oportunidad de ayudarles a formarse como personas etc. Por eso, concluye Slaughter, comportarnos como “super-women” no es la solución: claro que podemos tener éxito y hacerlo tan bien como ellos, pero ¿de verdad queremos pagar el mismo precio?, se pregunta. ¿No sería mejor, sugiere, que cambiáramos esa cultura laboral, pensada por y para hombres, de tal manera que hubiera más flexibilidad y, sobre todo, más visibilidad del hecho de que todos tenemos más dimensiones que la estrictamente laboral?

No puedo estar más de acuerdo con las reflexiones de Slaughter. Todos sabemos por experiencia hasta qué punto nuestros mundos laborales está lleno de hombres exitosos profesionalmente pero fracasados en lo personal y en lo familiar, hombres que no quieren irse a casa, hombres unidimensionales, entrenados para el trabajo, adictos a él y que han renunciado a su vida familiar. Luego se jubilan o les dan un premio, y agradecen a su familia “el apoyo” pero todos sabemos que en muchos de esos casos nunca hubo un apoyo, sólo una resignación por una ausencia que prolongó por décadas sin ningún cuestionamiento. Slaughter es honesta, seamos los hombres también honestos y reconozcamos que somos el problema y, por tanto, la solución. Es mejor que las imitemos a ellas que que ellas nos imiten a nosotros.

martes, 28 de agosto de 2012

Mujeres Invisibles - Poder económico


Pablo GentiliPablo Gentili. Nació en Buenos Aires en 1963 y ha pasado los últimos 20 años de su vida ejerciendo la docencia y la investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial. Su trabajo académico y su militancia por el derecho a la educación le ha permitido conocer todos los países latinoamericanos, por los que viaja incesantemente, escribiendo las crónicas y ensayos que publica en este blog. Actualmente, es Secretario Ejecutivo Adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Brasil).



La participación de las mujeres en el mercado de trabajo no ha parado de crecer durante las últimas décadas. El acceso a puestos cada vez más cualificados y el progresivo aumento en las oportunidades educativas de las mujeres, han permitido que el sistema de relaciones laborales se haya vuelto más diversificado y hoy dependa del trabajo femenino para su propia reproducción. La creciente expansión del mercado laboral estuvo vinculada a que las mujeres se volcaran del hogar o de la producción rural familiar a las fábricas y a las más diversas actividades del comercio y los servicios. Inclusive en países donde la discriminación femenina siempre ha sido una marca de integridad religiosa y de pureza moral, las cosas parecen estar cambiando paulatinamente. Arabia Saudí, por ejemplo, está construyendo una ciudad industrial exclusivamente para mujeres y planea construir cuatro más. La noticia, aunque quizás no constituya un modelo recomendable para la promoción de la equidad de género en el mercado de trabajo, revela cómo, un reino petrolero apegado a creencias ultra-conservadoras, homofóbicas y misóginas ha debido rendirse a la evidencia de que las mujeres son necesarias para el aumento de la producción y del progreso económico. El Banco Mundial, una de las agencias que más ha contribuido con sus recomendaciones a multiplicar las desigualdades sociales en todos los países del mundo, no ha dejado tampoco de reconocer que la igualdad de género es un objetivo loable y necesario para el progreso humano. En su último Informe sobre el Desarrollo Mundial (2012) expone las razones que explican las ventajes de promover la igualdad entre hombres y mujeres: el aumento de la productividad económica y el perfeccionamiento de la especie humana, derivado de reducir la tasa de natalidad y propiciar los valores de la competitividad, el esfuerzo educativo y el cuidado de la salud. El Banco Mundial, no se ha dado por enterado de la existencia de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, menos aún de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Sea como fuera, por conveniencia o no, parece ser evidente que a las mujeres, del mercado de trabajo, no hay quién se anime a sacarlas.

Largada - competencia laboral entre géneros

La cuestión reside en saber si la multiplicación de puestos de trabajo ocupados por seres humanos del sexo femenino ha permitido reducir el carácter segmentado, desigual y poco democrático de los mercados laborales. La respuesta es y no. , porque el acceso de las mujeres al trabajo remunerado ha sido un enorme avance en la democratización de las relaciones sociales sexistas y discriminatorias sobre las que se ha edificado un mercado estructurado por el machismo, el racismo y otras formas de segregación. No, porque al mismo tiempo en que las mujeres ingresaron al mercado laboral, éstos se fueron tornando aún más inequitativos y discriminatorios, haciendo de la desigualdad en el tratamiento de hombres y mujeres una de sus especificidades más destacadas.

La discriminación de género en el mercado de trabajo puede observarse por dos tipos de indicadores. Por un lado, los que permiten advertir la desigual remuneración que reciben hombres y mujeres en el ejercicio de empleos identicos o equivalentes. Una situación que, con diverso grado de magnitud, se presenta en todo el planeta, echando por tierra el principio jurídico que establecen las cartas constitucionales de todas las sociedades democráticas: “a igual trabajo, igual salario”. Por otro, analizando cómo las mujeres no llegan a los principales puestos de comando en el mercado laboral y, cuando lo hacen, son invisibilizadas, despreciadas, relegadas o, simplemente, ignoradas.
Presentaré aquí algunos datos que confirman esta última afirmación.

Hace pocas semanas, la prestigiosa revista Global Finance publicó el ranking de los mejores directores de bancos centrales en una muestra de algunos de los 50 países más importantes del mundo. Los criterios de organización de la lista poco importan aquí, aunque, como podrá imaginarse, cuanto más neoliberal la política económica del país, mucho mejor evaluado sería el banquero en cuestión. Lo que interesa observar es que, entre los 50 directores de los principales bancos nacionales del mundo, sólo 3 eran mujeres, ninguna de ellas perteneciente a cualquiera de las economías más desarrolladas: Zeti Akntar Aziz, de Malasia, Nadezhda A. Ermakova, de Bielorusia, y Mercedes Marcó del Pont, de Argentina. La clasificación obtenida por las mujeres se distribuye de manera equilibrada en el universo masculino de funcionarios banqueros: una obtiene la categoría excelente (Aziz), otra intermedia (Ermakova) y la otra, pésima (Marcó del Pont). Naturalmente, sectores de oposición al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner divulgaron ampliamente la noticia para destacar la incapacidad técnica de Marcó del Pont, una reconocida economista y la primera en asumir la conducción del Banco Central argentino. Más allá de esto, lo interesante es que, además de pocas, fue a una mujer a la que le tocó ocupar el último lugar y, aunque también el director del Banco Central de Ecuador obtuvo la misma clasificación, la última posición fue, como no podría ser de otra manera, femenina. Pocas mujeres en los puestos claves y, cuando acceden a los mismos, desempeño mediocre y evaluaciones humillantes. En efecto, la distribución equilibrada de la participación femenina en la lista no puede ser confundida con cualquier tipo de justicia de genero en la evaluación de desempeño de los funcionarios banqueros. Mientras que sólo el 2% de los hombres evaluados obtuvo la peor clasificación del ranking, un tercio de las mujeres se encontraba en esta posición.




Zeti-Akhtar-Aziz

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Las tres únicas mujeres que ocupan la presidencia de alguno de los 50 Bancos Centrales más importantes del mundo. Por orden: Zeti Akntar Aziz (Malasia), Nadezhda A. Ermakova (Bielorusia) y Mercedes Marcó del Pont (Argentina). 

Desconforme con el resultado, decidí ampliar la lista y busqué quiénes dirigían, en otros 50 países, sus bancos centrales. Ninguna nueva mujer apareció en un sombrío escenario de instituciones económicas tan poco adeptas a la igualdad de género como al aumento del gasto público social. Las principales autoridades monetarias del mundo son hombres: de 100 instituciones bancarias nacionales, sólo el 3% están al mando de mujeres.

Quizás ésta pueda ser la razón que explica por qué andan como andan nuestras economías.

Entusiasmado, seguí leyendo Global Finance y observé que los 50 bancos más seguros del mundo también estaban gobernados por hombres, según parece, inteligentes y de buen apetito, constituyendo las mujeres menos del 5% de sus directorios. Llegué a pensar que misoginia y habilidad financiera debían ser capacidades aliadas, ya que el país que tiene los tres mejores y más seguros bancos de América Latina es Chile: la última nación de las Américas en reconocer el divorcio y cuya Ley de Matrimonio Civil fue promulgada recién a fines del año 2004. (Dos años más tarde, en Chile se habían oficializado miles de divorcios y una mujer asumía la presidencia de la república).

Pensando que podía tratarse de un hecho orgánico, biológico o, probablemente, de una sabia decisión de la naturaleza, decidí analizar la correlación entre excelencia bancaria y tamaño del pene de la población masculina adulta en diversas sociedades. La observación estadística y el valioso The Penis Size Worlwide Atlas me tranquilizaron ya que, aunque hay mitos populares que pueden justificar que el éxito en los negocios es una buena forma de compensar la frustración de un pene pequeño, también los hay que atribuyen al tamaño del órgano sexual masculino el coraje necesario para el riesgo y el afán por competir en situaciones adversas. Griegos y troyanos en el universo del imaginario machista disputan las razones que explican por qué unos la tienen más larga que otros. Ganar dinero o saber multiplicarlo son excusas que sirven a los dos bandos para poner en evidencia sus razones. Sin embargo, los estudios existentes muestran que, más allá del sentido común, hay países con excelentes bancos y con poblaciones masculinas adultas con el pene bastante por debajo del promedio mundial; también, países con bancos seguros y lucrativos, cuya población adulta posee penes considerables en términos de su longitud. Hay, de la misma forma, naciones con bancos inseguros y penes descomunales. Así como bancos inseguros en sociedades donde los hombres poseen penes pequeños. Estos últimos, claro, son los países menos agraciados por la naturaleza y por la inteligencia para el mundo de los negocios.

No se trata por lo tanto de ninguna causa natural la que explica por qué los bancos están gobernados por los hombres, sino más bien de una decisión política, de una opción que ha beneficiado a algunos y despreciado a casi todo el resto.

En una entrada ya publicada en Contrapuntos, Desigualdades de género, hipocresías de género, señalaba que de los 187 ministros de economía que participan de la Junta de Gobernadores del Banco Mundial,menos del 9% eran mujeres.

Realicé una revisión en diversas revistas donde se organizan rankings sobre las empresas más poderosas del mundo, sobre las mejores empresas para trabajar, las más competitivas y lucrativas. Estas revistas, publicadas en casi todos los países, suelen traer entrevistas a los principales ejecutivos de las firmas mejor posicionadas. No hace falta haber estudiado sociología para reconocer la excepcionalmente pobre presencia de las mujeres en estas publicaciones.

La baja participación relativa de las mujeres en las más altas posiciones del poder económico mundial se pone también en evidencia en los rankings de las mujeres más poderosas del mundo, siendo el más destacado el que publica la revista Forbes. La última edición del ranking muestra cómo, de las 100 mujeres más poderosas, 36 actúan de forma directa en el mundo de los negocios. Claro que está que casi todas las mencionadas lo hacen, desde la abanderada de la lista, Angela Merkel a la propia Shakira. Sin embargo, un poco más de un tercio actúan ejerciendo algún cargo de gestión o comando al frente de empresas, bancos o diversos tipos de firmas. De éstas, 21 son directoras, presidentes o CEOs (Chief Executive Officer), las otras pertenecen a empresas de gran importancia, pero no ocupan el máximo cargo ejecutivo en sus organizaciones. Es el caso de Sheryl Sandberg, décima colocada en el ranking, COO (Chief Operating Officer) directora de operaciones de Facebook y subordinada a Mark Zuckerberg, creador de la compañía y, también según Forbes, el noveno hombre más poderoso del planeta. Entre las 10 mujeres más destacadas, según la mencionada revista, sólo dos se dedican exclusivamente al mundo de los negocios: la octava, Christine Lagarde, Directora del Fondo Monetario Internacional, y la mencionada Sheryl Sandberg.

La IAE Business School de Argentina publicó recientemente la lista de los 50 mejores CEOs de América Latina: ninguna es mujer. El asunto no parece haberles llamado la atención ni merecerles el menor comentario.

En rigor, parece que las mujeres están más preparadas para la diversión y el ejercicio de exponer su belleza en público que para dirigir la economía mundial. De las 10 celebridades que lideran el ranking de las 100 personalidades más destacadas del mundo, 7 de ellas son mujeres, según la misma revista Forbes. Las celebridades, naturalmente, también saben hacer negocios. De hecho, las 7 personalidades femeninas más destacadas del mundo del espectáculo acumulan una fortuna que sumada llega a los 443 millones de dólares. Es curioso que, de las 10 primeras celebridades, sólo 3 son hombres. Ellos amasan una fortuna de 260 millones de dólares, o sea, siendo menos de la mitad, poseen un valor equivalente al 60% de la fortuna que las 7 mujeres más exitosas del mundo del espectáculo han conseguido acumular juntas. Si retiramos de la lista a la comediante Oprah Winfrey, dueña de una riqueza estimada en 165 millones de dólares, podemos observar que las 6 mujeres más célebres del planeta poseen una fortuna equivalente a los 3 hombres más famosos (Justin Bieber, Tom Cruise y Steven Spielberg). Dicho en un sentido más simple, en el mundo del espectáculo, dos celebridades de sexo femenino suelen acumular sumadas, la misma riqueza que una celebridad del sexo masculino. Y eso que el mundo del espectáculo es donde las mujeres, según parece indicar Forbes, mejor se desempeñan.

Ganan en popularidad, pierden en la gestión de sus cuentas bancarias, aunque mal no les vaya.
Tampoco les va mal a las mujeres más ricas del mundo, aunque su principal ocupación sea la de ejercer el papel de herederas. El ranking de los 100 principales billonarios del mundo posee sólo 12 mujeres y, casi todas ellas, lo son por haber heredado la fortuna de sus maridos o abuelos.

Finalmente, es importante destacar que la invisibilidad de las mujeres no es sólo una empresa ejercida por hombres sin corazón. Hay mujeres a las que, en general, parece seducirlas la idea de que las enormes desigualdades de género son justas e inevitables.

Mientras preparaba esta nota, me deparé con un video producido por el holding CNN Expansión. Su tema eran “Las mujeres más poderosas de México”. La grabación reúne testimonios de algunas de las empresarias más exitosas de ese país y las organiza alrededor de tres preguntas básicas. Seleccioné tres respuestas, una en cada una de ellas, ya que creo que sintetizan buena parte de los prejuicios que existen al respecto, lo que no es poca cosa cuando son enunciados por mujeres que han triunfado en el mundo de los negocios.

“¿Cómo busca la igualdad salarial entre hombres y mujeres en su empresa?”
Mayela Rincón, Directora de Finanzas de Bio Rapel, responde que la equidad depende de una mayor capacitación,la cual puede contribuir a que académicamente las mujeres tengan las mismas habilidades que los hombres. Prejuicio: pensar que las diferentes oportunidades que hombres y mujeres enfrentan en el mercado de trabajo, salariales o no, se deben a la falta de formación de estas últimas, lo que ocasiona su baja productividad o su escasa competitividad. Dato que lo refuta: mujeres con mejor formación y experiencia laboral que otros hombres, suelen ganar salarios menores en las empresas donde trabajan. En suma: en el caso de las mujeres, la diferencia salarial no es una variable dependiente de la formación.

“¿Cómo se debe afrontar la doble jornada que viven las mujeres?”
Maite de Alba, Directora de Asuntos Jurídicos de Microsoft, aventurándose a cuantificar la injusticia, considera que la doble jornada es “ligeramente injusta”, aunque ayuda a desarrollar la multifuncionalidad. Prejuicio: justificar que el espíritu de sacrificio de las mujeres siempre tiene como contrapartida un aprendizaje o una ventaja; de cierta forma, se sufre, pero se aprende, por lo que el sufrimiento vale la pena. Dato que lo refuta: existe una enorme disparidad en la legislación que protege a hombres y mujeres en los empleos, especialmente, en el ejercicio de la maternidad. No pocas veces, la maternidad es una opción que frustra la carrera laboral femenina o, viceversa, la carrera laboral frustra los deseos de maternidad y reproducción familiar de las mujeres. En suma: licencias, permisos y beneficios deben ser cuidadosamente pensados en la legislación social y deben estar fundados en una amplia consulta pública a las principales involucradas, las mujeres. De la misma forma, las carreras laborales deben incluir el reconocimiento de la maternidad como un valor ético y profesional, no como un desperdicio de tiempo o un castigo a las oportunidades de promoción de las mujeres en sus puestos de trabajo.

“¿Cómo puede una mujer romper el “techo de cristal” y pasar de la gerencia a la dirección?”
Nicole Reich, Presidente de Scotiabank México y una de las mujeres más poderosas del país, responde: “hay que tener confianza en tí misma y aventarte (lanzarte) a la piscina, que lo peor que puede pasar no es tan grave. Es una cuestión de echarle ganas”. Prejuicio: las mujeres no progresan por falta de ganas y de confianza en sí mismas. Dato que lo refuta: la Sra. Nicole debería frecuentar más las filas en los cajeros de su banco y, cada tanto, salir a la calle y conversar con cualquiera de las mujeres que se crucen en su camino, contrastando la experiencia de vida de cada una de ellas con su particular opinión acerca de las piscinas y el éxito en el mundo de los negocios. Que se eche pues "un aventón” la Sra Nicole en las delicias de la economía informal, en las peripecias del trabajo doméstico o en el frenesí de una maquila trituradora de sueños y esperanzas... que lo peor que puede pasar no es tan grave. En suma: una ideología de la privatización del fracaso femenino en el mercado de trabajo sirve para culpabilizar a las mujeres de sus propias dificultades para romper ese techo que no es de “cristal”, sino de acero.

Sin embargo, el acero no es indestructible. Se funde. Y lo hace cuando hombres y mujeres luchan juntos por aquello que les pertenece: el derecho a vivir en una sociedad de iguales.

Mujeres Invisibles es una serie de notas sobre los procesos de invisibilización de las desigualdades de género en las sociedades contemporáneas. Ver, Presentación. Próxima entrega: “La violencia”.

domingo, 26 de agosto de 2012

Discurso humanista del Presidente de Uruguay


La Soledad y la Desolación, por Marcela Lagarde

Marcel Lagarde mujerpalabra.net


Nos han enseñado a tener miedo a la libertad; miedo a tomar decisiones, miedo a la soledad. El miedo a la soledad es un gran impedimento en la construcción de la autonomía, porque desde muy pequeñas y toda la vida se nos ha formado en el sentimiento de orfandad; porque se nos ha hecho profundamente dependientes de los demás y se nos ha hecho sentir que la soledad es negativa, alrededor de la cual hay toda clase de mitos. Esta construcción se refuerza con expresiones como las siguientes “¿Te vas a quedar solita?”, “¿Por qué tan solitas muchachas?”,  hasta cuando vamos muchas mujeres juntas.

La construcción de la relación entre los géneros tiene muchas implicaciones y una de ellas es que las mujeres no estamos hechas para estar solas de los hombres, sino que el sosiego de las mujeres depende de la presencia de los hombres, aún cuando sea como recuerdo.

Esa capacidad construida en las mujeres de crearnos fetiches, guardando recuerdos materiales de los hombres para no sentirnos solas, es parte de lo que tiene que desmontarse. Una clave para hacer este proceso es diferenciar entre soledad y desolación. Estar desoladas es el resultado de sentir una pérdida irreparable. Y en el caso de muchas mujeres, la desolación sobreviene cada vez que nos quedamos solas, cuando alguien no llegó, o cuando llegó más tarde. Podemos sentir la desolación a cada instante.

Otro componente de la desolación y que es parte de la cultura de género de las mujeres es la educación fantástica par la esperanza. A la desolación la acompaña la esperanza: la esperanza de encontrar a alguien que nos quite el sentimiento de desolación.

La soledad puede definirse como el tiempo, el espacio, el estado donde no hay otros que actúan como intermediarios con nosotras mismas. La soledad es un espacio necesario para ejercer los derechos autónomos de la persona y para tener experiencias en las que no participan de manera directa otras personas.

Para enfrentar el miedo a la soledad tenemos que reparar la desolación en las mujeres y la única reparación posible es poner nuestro yo en el centro y convertir la soledad en un estado de bienestar de la persona.

Para construir la autonomía necesitamos soledad y requerimos eliminar en la práctica concreta, los múltiples mecanismos que tenemos las mujeres para no estar solas. Demanda mucha disciplina no salir corriendo a ver a la amiga en el momento que nos quedamos solas. La necesidad de contacto personal en estado de dependencia vital es una necesidad de apego. En el caso de las mujeres, para establecer una conexión de fusión con los otros, necesitamos entrar en contacto real, material, simbólico, visual, auditivo o de cualquier otro tipo.

La autonomía pasa por cortar esos cordones umbilicales y para lograrlo se requiere desarrollar la disciplina de no levantar el teléfono cuando se tiene angustia, miedo o una gran alegría porque no se sabe qué hacer con esos sentimientos, porque nos han enseñado que vivir la alegría es contársela a alguien, antes que gozarla. Para las mujeres, el placer existe sólo cuando es compartido porque el yo no legitima la experiencia; porque el yo no existe.

Es por todo esto que necesitamos hacer un conjunto de cambios prácticos en la vida cotidiana. Construimos autonomía cuando dejamos de mantener vínculos de fusión con los otros; cuando la soledad es ese espacio donde pueden pasarnos cosas tan interesantes que nos ponen a pensar. Pensar en soledad es una actividad intelectual distinta que pensar frente a otros.

Uno de los procesos más interesantes del pensamiento es hacer conexiones; conectar lo fragmentario y esto no es posible hacerlo si no es en soledad.

Otra cosa que se hace en soledad y que funda la modernidad, es dudar. Cuando pensamos frente a los otros el pensamiento está comprometido con la defensa de nuestras ideas, cuando lo hacemos en soledad, podemos dudar.

Si no dudamos no podemos ser autónomas porque lo que tenemos es pensamiento dogmático. Para ser autónomas necesitamos desarrollar pensamiento crítico, abierto, flexible, en movimiento, que no aspira a construir verdades y esto significa hacer una revolución intelectual en las mujeres.

No hay autonomía sin revolucionar la manera de pensar y el contenido de los pensamientos. Si nos quedamos solas únicamente para pensar en los otros, haremos lo que sabemos hacer muy bien: evocar, rememorar, entrar en estados de nostalgia. El gran cineasta soviético Andrei Tarkovski, en su película “Nostalgia” habla del dolor de lo perdido, de lo pasado, aquello que ya no se tiene.

Las mujeres somos expertas en nostalgia y como parte de la cultura romántica se vuelve un atributo del género de las mujeres.

El recordar es una experiencia de la vida, el problema es cuando en soledad usamos ese espacio para traer a los otros a nuestro presente, a nuestro centro, nostálgicamente. Se trata entonces de hacer de la soledad un espacio de desarrollo del pensamiento propio, de la afectividad, del erotismo y sexualidad propias.

En la subjetividad de las mujeres, la omnipotencia, la impotencia y el miedo actúan como diques que impiden desarrollar la autonomía, subjetiva y prácticamente.

La autonomía requiere convertir la soledad en un estado placentero, de goce, de creatividad, con posiblidad de pensamiento, de duda, de meditación, de reflexión. Se trata de hacer de la soledad un espacio donde es posible romper el diálogo subjetivo interior con los otros y en el que realizamos fantasías de autonomía, de protagonismo pero de una gran dependencia y donde se dice todo lo que no se hace en la realidad, porque es un diálogo discursivo.

Necesitamos romper ese diálogo interior porque se vuelve sustitutivo de la acción ; porque es una fuga donde no hay realización vicaria de la persona porque lo que hace en la fantasía no lo hace en la práctica, y la persona queda contenta pensando que ya resolvió todo, pero no tiene los recursos reales, ni los desarrolla para salir de la vida subjetiva intrapsíquica al mundo de las relaciones sociales, que es donde se vive la autonomía.

Tenemos que deshacer el monólogo interior. Tenemos que dejar de funcionar con fantasías del tipo: “le digo, me dice, le hago”. Se trata más bien de pensar “aquí estoy, qué pienso, qué quiero, hacia dónde, cómo, cuándo y por qué” que son preguntas vitales de la existencia.

La soledad es un recurso metodológico imprescindible para construir la autonomía. Sin soledad no sólo nos quedaremos en la precocidad sino que no desarrollamos las habilidades del yo. La soledad puede ser vivida como metodología, como proceso de vida. Tener momentos temporales de soledad en la vida cotidiana, momentos de aislamiento en relación con otras personas es fundamental. y se requiere disciplina para aislarse sistemáticamente en un proceso de búsqueda del estado de soledad.

Mirada como un estado del ser –la soledad ontológica–  la soledad es un hecho presente en nuestra vida desde que nacemos. En el hecho de nacer hay un proceso de autonomía que al mismo tiempo, de inmediato se constituye en un proceso de dependencia. Es posible comprender entonces, que la construcción de género en la mujeres anula algo que al nacer es parte del proceso de vivir.

Al crecer en dependencia, por ese proceso de orfandad que se construye en las mujeres, se nos crea una necesidad irremediable de apego a los otros.

El trato social en la vida cotidiana de las mujeres está construido para impedir la soledad. El trato que ideológicamente se da a la soledad y la construcción de género anulan la experiencia positiva de la soledad como parte de la experiencia humana de las mujeres. Convertirnos en sujetas significa asumir que de veras estamos solas: solas en la vida, solas en la existencia. Y asumir esto significa dejar de exigir a los demás que sean nuestros acompañantes en la existencia; dejar de conminar a los demás para que estén y vivan con nosotras.

Una demanda típicamente femenina es que nos “acompañen” pero es un pedido de acompañamiento de alguien que es débil, infantil, carenciada, incapaz de asumir su soledad. En la construcción de la autonomía se trata de reconocer que estamos solas y de construir la separación y distancia entre el yo y los otros.