Tres adolescentes impulsaron hace varios meses una campaña de firmas pionera en Estados Unidos. Nadie antes había
reivindicado públicamente que una periodista estuviera encargada de
moderar un debate electoral entre los aspirantes a la presidencia. Hace
20 años que ese puesto no lo ocupa una mujer y, según ellas, nadie ha
podido explicarles por qué. Ni a ellas ni a las más de 100.000 personas
que firmaron su propuesta en la página Change.org.
“Está claro que se trata de una equivocación”, declaró Elena Tsemberis, una de las jóvenes neoyorquinas, al diario The New York Times.
Durante toda su vida, los debates presidenciales han estado moderado
por hombres periodistas, todos veteranos de la televisión norteamericana
y todos blancos. La presentadora afroamericana Gwen Ifill presentó los dos debates que enfrentaron en 2004 y 2008 a los candidatos a la vicepresidencia. Pero desde 1992, ninguna mujer ha tenido la ocasión de preguntar directamente a los aspirantes a la Casa Blanca. En el otro lado de la balanza, sin embargo, está Jim Lehrer, encargado de moderar 11 encuentros, entre ellos, los tres que enfrentaron a Al Gore y George Bush en 2000.
La Comisión de Debates Presidenciales, encargada de nombrar a los moderadores, confirmó que Candy Crowley, una veterana periodista de CNN
era la elegida para terminar con dos décadas de protagonismo masculino.
No han explicado si su elección se debe a la campaña de firmas o es
casualidad. Tampoco se sabe si la Comisión ha propuesto el cargo a otras
periodistas en debates anteriores pero fueron vetadas por una de las
campañas de los candidatos -o ambas- ya que éstas deben ratificar los
nombres de los moderadores. Este factor, también ha podido contribuir a
que los candidatos fueran preguntados por hombres con cuyos rostros están familiarizados tanto los espectadores como ellos. Porque les ven cada noche en televisión. Porque son quienes les cuentan las noticias.
“Como alguien que se siente afortunada cada día por vivir en un país
donde la libertad de prensa, la libertad de expresión y las elecciones
democráticas son un modo de vida, me siento sorprendida, impresionada e ilusionada por moderar un debate presidencial en 2012”, dijo Crowley en un comunicado a través de la cadena CNN. La otra afortunada será la profesional de ABC Martha Raddatz, encargada de moderar el debate de los vicepresidentes. Por primera vez, dos hombres -repetirán Jim Lehrer y Bob Schieffer-
y dos mujeres se repartirán los cuatro encuentros entre los candidatos,
que se celebrarán entre el 3 y el 22 de octubre en cuatro ciudades
diferentes.
Y ambas, especialmente Crowley, prometen no dejar ninguna pregunta en
el tintero e insistir si uno de los candidatos se escabulle. Con esa
insistencia han labrado su carrera tanto delante de la cámara como en
Washington, donde han cubierto la actualidad política durante largo
tiempo -Raddatz también es autora de un libro sobre la guerra en Irak y
ha sido enviada especial a diversos conflictos para ABC- y han acumulado
las credenciales que han garantizado a otros periodistas su plaza en un
debate.
“Las jóvenes de New Jersey están diciendo lo que las mujeres con más poder en televisión pocas veces pronuncian en alto
-que en los telediarios todavía se trata a los hombres como si tuvieran
más autoridad que las mujeres”, escribió Jodi Kantor en el Times.
La periodista afirmó además que la falta de igualdad de trato con
respecto a otros profesionales “es un secreto a voces” entre las
presentadoras de televisión y que algunas de ellas se negaron a hacer
declaraciones sobre el tema por miedo a que pareciera que estaban
promocionando su imagen.
La Comisión ha reconocido la experiencia de los periodistas elegidos
en esta ocasión y destaca que espera que el público “aprenda más de los
candidatos gracias a ellos”. Un factor que se convierte en una
responsabilidad añadida para las dos periodistas. Se espera que
garanticen que los candidatos hablen de economía, política exterior o
seguridad nacional, y también que respondan a alguna pregunta
relacionada con las mujeres. Su voto es uno de los más codiciados -y
divididos- en estas elecciones y sus derechos han sido algunos de los
más cuestionados durante la última legislatura. Desde las leyes que
limitan el derecho al aborto en numerosos Estados hasta la iniciativa
del Gobierno para exigir que las aseguradoras cubran el precio de los
anticonceptivos, varias iniciativas legales han puesto a las mujeres en
el centro de la actualidad y, a veces, también en el centro de la campaña.
“Hoy les quiero decir que las mujeres y las niñas son
cruciales para hacer frente a los diferentes retos del desarrollo sostenible,
aquí en el Pacífico pero también en el resto del mundo. El desarrollo
sostenible requiere de los derechos de las mujeres, de las mismas oportunidades
para todos y de la plena participación de las mujeres. O, como me gusta
expresarlo en pocas palabras: la igualdad de género es necesaria para tener un
mundo en equilibrio”.Discurso de Michele Bachelet, Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, en el Foro de
las Islas del Pacífico, agosto 2012
Así es como la
Directora del Programa “…porque el Río Suena…”, Eva Padilla, quiere que
presente su III Temporada en Onda Cit Radio. Han sido ya más de un centenar de
programas, con más de 100 invitadas/os debatiendo, fomentando y sensibilizando sobre
una realidad clara, las mujeres representan el 50 % de la población. Su
talento, su saber hacer, su experiencia, su profesionalidad, su sensibilidad no
se deben perder.
Eva Padilla llevaba
tiempo queriendo dar a luz su proyecto sobre Igualdad de Oportunidades entre
mujeres y hombres, queriendo aportar su grano de arena a esta lucha,
reivindicación, trabajo y pasión que es la sensibilización de la población en
la igualdad de género, que como dice Michele Bachelet “ la igualdad de género
tiene que ser una realidad vivida”.
El próximo viernes
7 de septiembre, a las 16,10 horas vuelve acompañada de su colaborador habitual
Antonio Perdomo, con nuevas invitadas e invitados, con temas actuales, con el
testimonio de las asociaciones de mujeres, de los institutos de igualdad, de
las universidades, de la mujer de la calle, y de todos esos hombres que
conjuntamente trabajan por la igualdad.
“…porque el Río
Suena…” es el único programa radiofónico exclusivamente de Igualdad de Género,
en Canariasy nos atrevemos a
decir que en España, con continuidad y sin ningún tipo de ayuda institucional.
Nuestro políticos y
políticas, constantemente presumen de fomentar las políticas de igualdad y
contradictoriamente no apoyan este tipo de proyectos divulgativos e
informativos. Sólo esta institución ha creído en la divulgación de estas
políticas.
Tiene la opción de
escuchar los programas anteriores a la carta en www.iVoox.com
, en su blog: porqueelriosuena.blogspot.com y en las redes sociales.
It’s time to stop fooling ourselves, says a woman who left a position of power: the women who have managed to be both mothers and top professionals are superhuman, rich, or self-employed. If we truly believe in equal opportunity for all women, here’s what has to change.
EIGHTEEN MONTHS INTO my job as the first woman director of policy planning at the State Department, a foreign-policy dream job that traces its origins back to George Kennan, I found myself in New York, at the United Nations’ annual assemblage of every foreign minister and head of state in the world. On a Wednesday evening, President and Mrs. Obama hosted a glamorous reception at the American Museum of Natural History. I sipped champagne, greeted foreign dignitaries, and mingled. But I could not stop thinking about my 14-year-old son, who had started eighth grade three weeks earlier and was already resuming what had become his pattern of skipping homework, disrupting classes, failing math, and tuning out any adult who tried to reach him. Over the summer, we had barely spoken to each other—or, more accurately, he had barely spoken to me. And the previous spring I had received several urgent phone calls—invariably on the day of an important meeting—that required me to take the first train from Washington, D.C., where I worked, back to Princeton, New Jersey, where he lived. My husband, who has always done everything possible to support my career, took care of him and his 12-year-old brother during the week; outside of those midweek emergencies, I came home only on weekends.
As the evening wore on, I ran into a colleague who held a senior position in the White House. She has two sons exactly my sons’ ages, but she had chosen to move them from California to D.C. when she got her job, which meant her husband commuted back to California regularly. I told her how difficult I was finding it to be away from my son when he clearly needed me. Then I said, “When this is over, I’m going to write an op-ed titled ‘Women Can’t Have It All.’”
She was horrified. “You can’t write that,” she said. “You, of all people.” What she meant was that such a statement, coming from a high-profile career woman—a role model—would be a terrible signal to younger generations of women.
By the end of the evening, she had talked me out of it, but for the remainder of my stint in Washington, I was increasingly aware that the feminist beliefs on which I had built my entire career were shifting under my feet. I had always assumed that if I could get a foreign-policy job in the State Department or the White House while my party was in power, I would stay the course as long as I had the opportunity to do work I loved. But in January 2011, when my two-year public-service leave from Princeton University was up, I hurried home as fast as I could.
A rude epiphany hit me soon after I got there. When people asked why I had left government, I explained that I’d come home not only because of Princeton’s rules (after two years of leave, you lose your tenure), but also because of my desire to be with my family and my conclusion that juggling high-level government work with the needs of two teenage boys was not possible. I have not exactly left the ranks of full-time career women: I teach a full course load; write regular print and online columns on foreign policy; give 40 to 50 speeches a year; appear regularly on TV and radio; and am working on a new academic book. But I routinely got reactions from other women my age or older that ranged from disappointed (“It’s such a pity that you had to leave Washington”) to condescending (“I wouldn’t generalize from your experience. I’venever had to compromise, and my kids turned out great”).
The first set of reactions, with the underlying assumption that my choice was somehow sad or unfortunate, was irksome enough. But it was the second set of reactions—those implying that my parenting and/or my commitment to my profession were somehow substandard—that triggered a blind fury. Suddenly, finally, the penny dropped. All my life, I’d been on the other side of this exchange. I’d been the woman smiling the faintly superior smile while another woman told me she had decided to take some time out or pursue a less competitive career track so that she could spend more time with her family. I’d been the woman congratulating herself on her unswerving commitment to the feminist cause, chatting smugly with her dwindling number of college or law-school friends who had reached and maintained their place on the highest rungs of their profession. I’d been the one telling young women at my lectures that you can have it all and do it all, regardless of what field you are in. Which means I’d been part, albeit unwittingly, of making millions of women feel that they are to blame if they cannot manage to rise up the ladder as fast as men and also have a family and an active home life (and be thin and beautiful to boot).
VIDEO: Anne-Marie Slaughter talks with Hanna Rosin about the struggles of working mothers.
Last spring, I flew to Oxford to give a public lecture. At the request of a young Rhodes Scholar I know, I’d agreed to talk to the Rhodes community about “work-family balance.” I ended up speaking to a group of about 40 men and women in their mid-20s. What poured out of me was a set of very frank reflections on how unexpectedly hard it was to do the kind of job I wanted to do as a high government official and be the kind of parent I wanted to be, at a demanding time for my children (even though my husband, an academic, was willing to take on the lion’s share of parenting for the two years I was in Washington). I concluded by saying that my time in office had convinced me that further government service would be very unlikely while my sons were still at home. The audience was rapt, and asked many thoughtful questions. One of the first was from a young woman who began by thanking me for “not giving just one more fatuous ‘You can have it all’ talk.” Just about all of the women in that room planned to combine careers and family in some way. But almost all assumed and accepted that they would have to make compromises that the men in their lives were far less likely to have to make.
The striking gap between the responses I heard from those young women (and others like them) and the responses I heard from my peers and associates prompted me to write this article. Women of my generation have clung to the feminist credo we were raised with, even as our ranks have been steadily thinned by unresolvable tensions between family and career, because we are determined not to drop the flag for the next generation. But when many members of the younger generation have stopped listening, on the grounds that glibly repeating “you can have it all” is simply airbrushing reality, it is time to talk.
I still strongly believe that women can “have it all” (and that men can too). I believe that we can “have it all at the same time.” But not today, not with the way America’s economy and society are currently structured. My experiences over the past three years have forced me to confront a number of uncomfortable facts that need to be widely acknowledged—and quickly changed.
BEFORE MY SERVICE in government, I’d spent my career in academia: as a law professor and then as the dean of Princeton’s Woodrow Wilson School of Public and International Affairs. Both were demanding jobs, but I had the ability to set my own schedule most of the time. I could be with my kids when I needed to be, and still get the work done. I had to travel frequently, but I found I could make up for that with an extended period at home or a family vacation.
I knew that I was lucky in my career choice, but I had no idea how lucky until I spent two years in Washington within a rigid bureaucracy, even with bosses as understanding as Hillary Clinton and her chief of staff, Cheryl Mills. My workweek started at 4:20 on Monday morning, when I got up to get the 5:30 train from Trenton to Washington. It ended late on Friday, with the train home. In between, the days were crammed with meetings, and when the meetings stopped, the writing work began—a never-ending stream of memos, reports, and comments on other people’s drafts. For two years, I never left the office early enough to go to any stores other than those open 24 hours, which meant that everything from dry cleaning to hair appointments to Christmas shopping had to be done on weekends, amid children’s sporting events, music lessons, family meals, and conference calls. I was entitled to four hours of vacation per pay period, which came to one day of vacation a month. And I had it better than many of my peers in D.C.; Secretary Clinton deliberately came in around 8 a.m. and left around 7 p.m., to allow her close staff to have morning and evening time with their families (although of course she worked earlier and later, from home).
In short, the minute I found myself in a job that is typical for the vast majority of working women (and men), working long hours on someone else’s schedule, I could no longer be both the parent and the professional I wanted to be—at least not with a child experiencing a rocky adolescence. I realized what should have perhaps been obvious: having it all, at least for me, depended almost entirely on what type of job I had. The flip side is the harder truth: having it all was not possible in many types of jobs, including high government office—at least not for very long.
I am hardly alone in this realization. Michèle Flournoy stepped down after three years as undersecretary of defense for policy, the third-highest job in the department, to spend more time at home with her three children, two of whom are teenagers. Karen Hughes left her position as the counselor to President George W. Bush after a year and a half in Washington to go home to Texas for the sake of her family. Mary Matalin, who spent two years as an assistant to Bush and the counselor to Vice President Dick Cheney before stepping down to spend more time with her daughters, wrote: “Having control over your schedule is the only way that women who want to have a career and a family can make it work.”
Yet the decision to step down from a position of power—to value family over professional advancement, even for a time—is directly at odds with the prevailing social pressures on career professionals in the United States. One phrase says it all about current attitudes toward work and family, particularly among elites. In Washington, “leaving to spend time with your family” is a euphemism for being fired. This understanding is so ingrained that when Flournoy announced her resignation last December, TheNew York Times covered her decision as follows:
Ms. Flournoy’s announcement surprised friends and a number of Pentagon officials, but all said they took her reason for resignation at face value and not as a standard Washington excuse for an official who has in reality been forced out. “I can absolutely and unequivocally state that her decision to step down has nothing to do with anything other than her commitment to her family,” said Doug Wilson, a top Pentagon spokesman. “She has loved this job and people here love her.
Think about what this “standard Washington excuse” implies: it is so unthinkable that an official wouldactually step down to spend time with his or her family that this must be a cover for something else. How could anyone voluntarily leave the circles of power for the responsibilities of parenthood? Depending on one’s vantage point, it is either ironic or maddening that this view abides in the nation’s capital, despite the ritual commitments to “family values” that are part of every political campaign. Regardless, this sentiment makes true work-life balance exceptionally difficult. But it cannot change unless top women speak out.
Only recently have I begun to appreciate the extent to which many young professional women feel under assault by women my age and older. After I gave a recent speech in New York, several women in their late 60s or early 70s came up to tell me how glad and proud they were to see me speaking as a foreign-policy expert. A couple of them went on, however, to contrast my career with the path being traveled by “younger women today.” One expressed dismay that many younger women “are just not willing to get out there and do it.” Said another, unaware of the circumstances of my recent job change: “They think they have to choose between having a career and having a family.”
A similar assumption underlies Facebook Chief Operating Officer Sheryl Sandberg’s widely publicized 2011 commencement speech at Barnard, and her earlier TED talk, in which she lamented the dismally small number of women at the top and advised young women not to “leave before you leave.” When a woman starts thinking about having children, Sandberg said, “she doesn’t raise her hand anymore … She starts leaning back.” Although couched in terms of encouragement, Sandberg’s exhortation contains more than a note of reproach. We who have made it to the top, or are striving to get there, are essentially saying to the women in the generation behind us: “What’s the matter with you?”
They have an answer that we don’t want to hear. After the speech I gave in New York, I went to dinner with a group of 30-somethings. I sat across from two vibrant women, one of whom worked at the UN and the other at a big New York law firm. As nearly always happens in these situations, they soon began asking me about work-life balance. When I told them I was writing this article, the lawyer said, “I look for role models and can’t find any.” She said the women in her firm who had become partners and taken on management positions had made tremendous sacrifices, “many of which they don’t even seem to realize … They take two years off when their kids are young but then work like crazy to get back on track professionally, which means that they see their kids when they are toddlers but not teenagers, or really barely at all.” Her friend nodded, mentioning the top professional women she knew, all of whom essentially relied on round-the-clock nannies. Both were very clear that they did not want that life, but could not figure out how to combine professional success and satisfaction with a real commitment to family.
I realize that I am blessed to have been born in the late 1950s instead of the early 1930s, as my mother was, or the beginning of the 20th century, as my grandmothers were. My mother built a successful and rewarding career as a professional artist largely in the years after my brothers and I left home—and after being told in her 20s that she could not go to medical school, as her father had done and her brother would go on to do, because, of course, she was going to get married. I owe my own freedoms and opportunities to the pioneering generation of women ahead of me—the women now in their 60s, 70s, and 80s who faced overt sexism of a kind I see only when watching Mad Men, and who knew that the only way to make it as a woman was to act exactly like a man. To admit to, much less act on, maternal longings would have been fatal to their careers.
But precisely thanks to their progress, a different kind of conversation is now possible. It is time for women in leadership positions to recognize that although we are still blazing trails and breaking ceilings, many of us are also reinforcing a falsehood: that “having it all” is, more than anything, a function of personal determination. As Kerry Rubin and Lia Macko, the authors of Midlife Crisis at 30, their cri de coeur for Gen-X and Gen-Y women, put it:
What we discovered in our research is that while the empowerment part of the equation has been loudly celebrated, there has been very little honest discussion among women of our age about the real barriers and flaws that still exist in the system despite the opportunities we inherited.
I am well aware that the majority of American women face problems far greater than any discussed in this article. I am writing for my demographic—highly educated, well-off women who are privileged enough to have choices in the first place. We may not have choices about whether to do paid work, as dual incomes have become indispensable. But we have choices about the type and tempo of the work we do. We are the women who could be leading, and who should be equally represented in the leadership ranks.
Millions of other working women face much more difficult life circumstances. Some are single mothers; many struggle to find any job; others support husbands who cannot find jobs. Many cope with a work life in which good day care is either unavailable or very expensive; school schedules do not match work schedules; and schools themselves are failing to educate their children. Many of these women are worrying not about having it all, but rather about holding on to what they do have. And although women as a group have made substantial gains in wages, educational attainment, and prestige over the past three decades, the economists Justin Wolfers and Betsey Stevenson have shown that women are less happy today than their predecessors were in 1972, both in absolute terms and relative to men.
The best hope for improving the lot of all women, and for closing what Wolfers and Stevenson call a “new gender gap”—measured by well-being rather than wages—is to close the leadership gap: to elect a woman president and 50 women senators; to ensure that women are equally represented in the ranks of corporate executives and judicial leaders. Only when women wield power in sufficient numbers will we create a society that genuinely works for all women. That will be a society that works for everyone.
Café
Steiner cierra durante agosto. Todos tenemos libros atrasados que
estamos deseando leer, horizontes que explorar y neuronas que
descomprimir. Es tiempo de alimentarse de nuevas ideas, lecturas, puntos
de vista distintos. También, ¿por qué no?, de tomarle algo de distancia
a esta crisis, aunque sea para poder comprobar si desde lejos es igual
de fea que desde cerca.
Pero no quería despedirme hasta septiembre sin aprovechar para dejarles con un debate que me tiene fascinado. Es un debate sobre el ascenso de las mujeres a los puestos de máxima responsabilidad,
en el gobierno y en las empresas, y los costes que ellos conlleva, los
obstáculos con los que se encuentran y, especialmente, con la mirada tan
interesante que aportan sobre la conciliación entre la vida personal y
la vida profesional, un tema en el que han sido pioneras las mujeres,
pero que cada vez nos preocupa, e incluso agobia, a cada vez más
hombres.
El debate lo inició Anne Marie Slaughter con este artículo en “The Atlantic Monthly”. Se titula “Why Women Still Can´t Have it All”, es decir, “¿Por qué las mujeres no pueden todavía tenerlo todo?”. La relevancia del artículo ( verán que tiene 192.000 recomendacines en Facebook y miles de menciones en Twitter) es que Anne Marie Slaughter es una de las mujeres más admiradas en el mundo de la política exterior estadounidense. No es que sea académicamente brillante
y haya completado una carrera universitaria extraordinaria, es que
además es una fantástica comunicadora (con fantásticos artículos en la
A-List del Financial Times), una activista política comprometida y una
persona encantadora (esto lo digo con conocimiento de causa, porque tuve
la suerte de sentarme al lado suyo en una cena celebrada en Berlín hace
un par de meses).
El caso es que Anne Marie accedió en enero del 2010 al
puesto seguramente más deseado por cualquier académico/a especialista
en relaciones internacionales: responsable de la unidad de análisis y
planificación del Departamento de Estado de Estados Unidos
(Head of the Policy Planning Staff). Ese puesto, con Obama de presidente
y Hillary Clinton de Secretaria de Estado es, como ella misma
reconocía, el puesto de su vida, el lugar para la realización personal y
profesional, una oportunidad increíble para dejar de estudiar la
política exterior y ponerse directamente a cocinarla.
Dos años después, sin
embargo, Anne Marie confiesa que no era feliz, que el precio personal de
vivir en Washington durante la semana, viajar continuamente y solo
ocasionalmente poder volver a Princeton con su familia le resultaba muy
elevado. A pesar de tener todas las facilidades económicas y todo el
apoyo familiar en un marido que respaldó su decisión y asumió sin
dudarlo la tarea de estar en el día a día con sus hijos, Anne Marie se
confiesa pensando todo el rato en que sus hijos, en plena adolescencia,
la necesitan y que ella, incluso aunque ellos no la necesitaran a ella,
también les necesita. Dos años después, Slaugther confiesa que decidió tirar la toalla y volverse a casa.
“¿Por qué los hombres no tienen estas preocupaciones?”,
se pregunta Slaughter, lo que le permite abrir una reflexión sobre
hasta qué punto los hombres han conformado una cultura profesional en la
que la vida familiar es una debilidad, algo que debe dejarse a un lado
y, especialmente si quieres ocupar altos puestos de responsabilidad
sacrificar. Y la facilidad con la que lo hacen es algo desquiciante,
añade, hasta el punto de que cuando en Washington alguien es cesado por
discrepancias o errores políticos, todo el mundo acepta como natural que
se diga que se va a casa “para pasar más tiempo con su familia” cuando
todo el mundo sabe que es un eufemismo o directamente una mentira.
Las mujeres, concluye Slaughter, nos hemos mentido a nosotras mismas,
y seguimos haciéndolo cuando creemos que podemos ser exitosas como los
hombres, ocupar altos puestos de responsabilidad, y encima mantener una
vida familiar y personal plena, incluyendo cuidar a nuestros hijos. No
se trata sólo de cuidar de ellos, sino de pasar tiempo con ellos, tener
la oportunidad de ayudarles a formarse como personas etc. Por eso,
concluye Slaughter, comportarnos como “super-women” no es la solución:
claro que podemos tener éxito y hacerlo tan bien como ellos, pero ¿de verdad queremos pagar el mismo precio?,
se pregunta. ¿No sería mejor, sugiere, que cambiáramos esa cultura
laboral, pensada por y para hombres, de tal manera que hubiera más
flexibilidad y, sobre todo, más visibilidad del hecho de que todos
tenemos más dimensiones que la estrictamente laboral?
No puedo estar más de acuerdo con las
reflexiones de Slaughter. Todos sabemos por experiencia hasta qué punto
nuestros mundos laborales está lleno de hombres exitosos
profesionalmente pero fracasados en lo personal y en lo familiar,
hombres que no quieren irse a casa, hombres unidimensionales,
entrenados para el trabajo, adictos a él y que han renunciado a su vida
familiar. Luego se jubilan o les dan un premio, y agradecen a su
familia “el apoyo” pero todos sabemos que en muchos de esos casos nunca
hubo un apoyo, sólo una resignación por una ausencia que prolongó por
décadas sin ningún cuestionamiento. Slaughter es honesta, seamos
los hombres también honestos y reconozcamos que somos el problema y,
por tanto, la solución. Es mejor que las imitemos a ellas que que ellas
nos imiten a nosotros.
Pablo Gentili. Nació en
Buenos Aires en 1963 y ha pasado los últimos 20 años de su vida
ejerciendo la docencia y la investigación social en Río de Janeiro. Ha
escrito diversos libros sobre reformas educativas en América Latina y ha
sido uno de los fundadores del Foro Mundial de Educación, iniciativa
del Foro Social Mundial. Su trabajo académico y su militancia por el
derecho a la educación le ha permitido conocer todos los países
latinoamericanos, por los que viaja incesantemente, escribiendo las
crónicas y ensayos que publica en este blog. Actualmente, es Secretario Ejecutivo Adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Brasil).
La participación de las mujeres en el mercado de trabajo no ha
parado de crecer durante las últimas décadas. El acceso a puestos cada
vez más cualificados y el progresivo aumento en las oportunidades
educativas de las mujeres, han permitido que el sistema de relaciones
laborales se haya vuelto más diversificado y hoy dependa del trabajo
femenino para su propia reproducción. La creciente expansión del mercado
laboral estuvo vinculada a que las mujeres se volcaran del hogar o de
la producción rural familiar a las fábricas y a las más diversas
actividades del comercio y los servicios. Inclusive en países donde la
discriminación femenina siempre ha sido una marca de integridad
religiosa y de pureza moral, las cosas parecen estar cambiando
paulatinamente. Arabia Saudí, por ejemplo, está construyendo una ciudad industrial exclusivamente para mujeres y planea construir cuatro más.
La noticia, aunque quizás no constituya un modelo recomendable para la
promoción de la equidad de género en el mercado de trabajo, revela cómo,
un reino petrolero apegado a creencias ultra-conservadoras, homofóbicas
y misóginas ha debido rendirse a la evidencia de que las mujeres son
necesarias para el aumento de la producción y del progreso económico. El
Banco Mundial, una de las agencias que más ha contribuido con sus
recomendaciones a multiplicar las desigualdades sociales en todos los
países del mundo, no ha dejado tampoco de reconocer que la igualdad de
género es un objetivo loable y necesario para el progreso humano. En su
últimoInforme sobre el Desarrollo Mundial (2012) expone
las razones que explican las ventajes de promover la igualdad entre
hombres y mujeres: el aumento de la productividad económica y el
perfeccionamiento de la especie humana, derivado de reducir la tasa de
natalidad y propiciar los valores de la competitividad, el esfuerzo
educativo y el cuidado de la salud. El Banco Mundial, no se ha dado por
enterado de la existencia de la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano de 1789, menos aún de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948.
Sea como fuera, por conveniencia o no, parece ser evidente que a las
mujeres, del mercado de trabajo, no hay quién se anime a sacarlas.
La cuestión reside en saber si la multiplicación de puestos de
trabajo ocupados por seres humanos del sexo femenino ha permitido
reducir el carácter segmentado, desigual y poco democrático de los
mercados laborales. La respuesta es sí y no. Sí,
porque el acceso de las mujeres al trabajo remunerado ha sido un enorme
avance en la democratización de las relaciones sociales sexistas y
discriminatorias sobre las que se ha edificado un mercado estructurado
por el machismo, el racismo y otras formas de segregación. No,
porque al mismo tiempo en que las mujeres ingresaron al mercado laboral,
éstos se fueron tornando aún más inequitativos y discriminatorios,
haciendo de la desigualdad en el tratamiento de hombres y mujeres una de
sus especificidades más destacadas.
La discriminación de género en el mercado de trabajo puede observarse
por dos tipos de indicadores. Por un lado, los que permiten advertir la
desigual remuneración que reciben hombres y mujeres en el ejercicio de
empleos identicos o equivalentes. Una situación que, con diverso grado
de magnitud, se presenta en todo el planeta, echando por tierra el
principio jurídico que establecen las cartas constitucionales de todas
las sociedades democráticas: “a igual trabajo, igual salario”. Por otro,
analizando cómo las mujeres no llegan a los principales puestos de
comando en el mercado laboral y, cuando lo hacen, son invisibilizadas,
despreciadas, relegadas o, simplemente, ignoradas.
Presentaré aquí algunos datos que confirman esta última afirmación.
Hace pocas semanas, la prestigiosa revista Global Finance publicó el ranking de los mejores directores de bancos centrales
en una muestra de algunos de los 50 países más importantes del mundo.
Los criterios de organización de la lista poco importan aquí, aunque,
como podrá imaginarse, cuanto más neoliberal la política económica del
país, mucho mejor evaluado sería el banquero en cuestión. Lo que
interesa observar es que, entre los 50 directores de los principales
bancos nacionales del mundo, sólo 3 eran mujeres, ninguna de ellas
perteneciente a cualquiera de las economías más desarrolladas: Zeti Akntar Aziz, de Malasia, Nadezhda A. Ermakova, de Bielorusia, y Mercedes Marcó del Pont,
de Argentina. La clasificación obtenida por las mujeres se distribuye
de manera equilibrada en el universo masculino de funcionarios
banqueros: una obtiene la categoría excelente (Aziz), otra intermedia
(Ermakova) y la otra, pésima (Marcó del Pont). Naturalmente, sectores de
oposición al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner divulgaron
ampliamente la noticia para destacar la incapacidad técnica de Marcó del
Pont, una reconocida economista y la primera en asumir la conducción
del Banco Central argentino. Más allá de esto, lo interesante es que,
además de pocas, fue a una mujer a la que le tocó ocupar el último lugar
y, aunque también el director del Banco Central de Ecuador obtuvo la
misma clasificación, la última posición fue, como no podría ser de otra
manera, femenina. Pocas mujeres en los puestos claves y, cuando acceden a
los mismos, desempeño mediocre y evaluaciones humillantes. En efecto,
la distribución equilibrada de la participación femenina en la lista no
puede ser confundida con cualquier tipo de justicia de genero en la
evaluación de desempeño de los funcionarios banqueros. Mientras que sólo
el 2% de los hombres evaluados obtuvo la peor clasificación del
ranking, un tercio de las mujeres se encontraba en esta posición.
Las tres únicas mujeres que ocupan la presidencia de alguno de los 50 Bancos Centrales más importantes del mundo. Por orden: Zeti Akntar Aziz (Malasia), Nadezhda A. Ermakova (Bielorusia) y Mercedes Marcó del Pont (Argentina).
Desconforme con el resultado, decidí ampliar la lista y busqué
quiénes dirigían, en otros 50 países, sus bancos centrales. Ninguna
nueva mujer apareció en un sombrío escenario de instituciones económicas
tan poco adeptas a la igualdad de género como al aumento del gasto
público social. Las principales autoridades monetarias del mundo son
hombres: de 100 instituciones bancarias nacionales, sólo el 3% están al
mando de mujeres.
Quizás ésta pueda ser la razón que explica por qué andan como andan nuestras economías.
Entusiasmado, seguí leyendo Global Finance y observé que los 50 bancos más seguros del mundo
también estaban gobernados por hombres, según parece, inteligentes y de
buen apetito, constituyendo las mujeres menos del 5% de sus
directorios. Llegué a pensar que misoginia y habilidad financiera debían
ser capacidades aliadas, ya que el país que tiene los tres mejores y
más seguros bancos de América Latina es Chile: la última nación de las
Américas en reconocer el divorcio y cuya Ley de Matrimonio Civil fue
promulgada recién a fines del año 2004. (Dos años más tarde, en Chile se
habían oficializado miles de divorcios y una mujer asumía la
presidencia de la república).
Pensando que podía tratarse de un hecho orgánico, biológico o,
probablemente, de una sabia decisión de la naturaleza, decidí analizar
la correlación entre excelencia bancaria y tamaño del pene de la
población masculina adulta en diversas sociedades. La observación
estadística y el valioso The Penis Size Worlwide Atlas
me tranquilizaron ya que, aunque hay mitos populares que pueden
justificar que el éxito en los negocios es una buena forma de compensar
la frustración de un pene pequeño, también los hay que atribuyen al
tamaño del órgano sexual masculino el coraje necesario para el riesgo y
el afán por competir en situaciones adversas. Griegos y troyanos en el
universo del imaginario machista disputan las razones que explican por
qué unos la tienen más larga que otros. Ganar dinero o saber
multiplicarlo son excusas que sirven a los dos bandos para poner en
evidencia sus razones. Sin embargo, los estudios existentes muestran
que, más allá del sentido común, hay países con excelentes bancos y con
poblaciones masculinas adultas con el pene bastante por debajo del
promedio mundial; también, países con bancos seguros y lucrativos, cuya
población adulta posee penes considerables en términos de su longitud.
Hay, de la misma forma, naciones con bancos inseguros y penes
descomunales. Así como bancos inseguros en sociedades donde los hombres
poseen penes pequeños. Estos últimos, claro, son los países menos
agraciados por la naturaleza y por la inteligencia para el mundo de los
negocios.
No se trata por lo tanto de ninguna causa natural la que explica por
qué los bancos están gobernados por los hombres, sino más bien de una
decisión política, de una opción que ha beneficiado a algunos y
despreciado a casi todo el resto.
En una entrada ya publicada en Contrapuntos, Desigualdades de género, hipocresías de género,
señalaba que de los 187 ministros de economía que participan de la
Junta de Gobernadores del Banco Mundial,menos del 9% eran mujeres.
Realicé una revisión en diversas revistas donde se organizan rankings
sobre las empresas más poderosas del mundo, sobre las mejores empresas
para trabajar, las más competitivas y lucrativas. Estas revistas,
publicadas en casi todos los países, suelen traer entrevistas a los
principales ejecutivos de las firmas mejor posicionadas. No hace falta
haber estudiado sociología para reconocer la excepcionalmente pobre
presencia de las mujeres en estas publicaciones.
La baja participación relativa de las mujeres en las más altas
posiciones del poder económico mundial se pone también en evidencia en
los rankings de las mujeres más poderosas del mundo, siendo el más destacado el que publica la revista Forbes.
La última edición del ranking muestra cómo, de las 100 mujeres más
poderosas, 36 actúan de forma directa en el mundo de los negocios. Claro
que está que casi todas las mencionadas lo hacen, desde la abanderada
de la lista, Angela Merkel a la propia Shakira. Sin embargo, un poco más
de un tercio actúan ejerciendo algún cargo de gestión o comando al
frente de empresas, bancos o diversos tipos de firmas. De éstas, 21 son
directoras, presidentes o CEOs (Chief Executive Officer), las
otras pertenecen a empresas de gran importancia, pero no ocupan el
máximo cargo ejecutivo en sus organizaciones. Es el caso de Sheryl
Sandberg, décima colocada en el ranking, COO (Chief Operating Officer) directora de operaciones de Facebook y subordinada a Mark Zuckerberg, creador de la compañía y, también según Forbes,
el noveno hombre más poderoso del planeta. Entre las 10 mujeres más
destacadas, según la mencionada revista, sólo dos se dedican
exclusivamente al mundo de los negocios: la octava, Christine Lagarde,
Directora del Fondo Monetario Internacional, y la mencionada Sheryl
Sandberg.
La IAE Business School de Argentina publicó recientemente la lista de los 50 mejores CEOs de América Latina: ninguna es mujer. El asunto no parece haberles llamado la atención ni merecerles el menor comentario.
En rigor, parece que las mujeres están más preparadas para la
diversión y el ejercicio de exponer su belleza en público que para
dirigir la economía mundial. De las 10 celebridades que lideran el
ranking de las 100 personalidades más destacadas del mundo, 7 de ellas son mujeres, según la misma revista Forbes.
Las celebridades, naturalmente, también saben hacer negocios. De hecho,
las 7 personalidades femeninas más destacadas del mundo del espectáculo
acumulan una fortuna que sumada llega a los 443 millones de dólares. Es
curioso que, de las 10 primeras celebridades, sólo 3 son hombres. Ellos
amasan una fortuna de 260 millones de dólares, o sea, siendo menos de
la mitad, poseen un valor equivalente al 60% de la fortuna que las 7
mujeres más exitosas del mundo del espectáculo han conseguido acumular
juntas. Si retiramos de la lista a la comediante Oprah Winfrey, dueña de
una riqueza estimada en 165 millones de dólares, podemos observar que
las 6 mujeres más célebres del planeta poseen una fortuna equivalente a
los 3 hombres más famosos (Justin Bieber, Tom Cruise y Steven
Spielberg). Dicho en un sentido más simple, en el mundo del espectáculo,
dos celebridades de sexo femenino suelen acumular sumadas, la misma
riqueza que una celebridad del sexo masculino. Y eso que el mundo del
espectáculo es donde las mujeres, según parece indicar Forbes, mejor se desempeñan.
Ganan en popularidad, pierden en la gestión de sus cuentas bancarias, aunque mal no les vaya.
Tampoco les va mal a las mujeres más ricas del mundo, aunque su principal ocupación sea la de ejercer el papel de herederas. El ranking de los 100 principales billonarios del mundo posee sólo 12 mujeres y, casi todas ellas, lo son por haber heredado la fortuna de sus maridos o abuelos.
Finalmente, es importante destacar que la invisibilidad de las
mujeres no es sólo una empresa ejercida por hombres sin corazón. Hay
mujeres a las que, en general, parece seducirlas la idea de que las
enormes desigualdades de género son justas e inevitables.
Mientras preparaba esta nota, me deparé con un video producido por el holding CNN Expansión. Su tema eran “Las mujeres más poderosas de México”.
La grabación reúne testimonios de algunas de las empresarias más
exitosas de ese país y las organiza alrededor de tres preguntas básicas.
Seleccioné tres respuestas, una en cada una de ellas, ya que creo que
sintetizan buena parte de los prejuicios que existen al respecto, lo que
no es poca cosa cuando son enunciados por mujeres que han triunfado en
el mundo de los negocios.
“¿Cómo busca la igualdad salarial entre hombres y mujeres en su empresa?”
Mayela Rincón, Directora de Finanzas de Bio Rapel, responde que la
equidad depende de una mayor capacitación,la cual puede contribuir a que
académicamente las mujeres tengan las mismas habilidades que los
hombres. Prejuicio: pensar que las diferentes
oportunidades que hombres y mujeres enfrentan en el mercado de trabajo,
salariales o no, se deben a la falta de formación de estas últimas, lo
que ocasiona su baja productividad o su escasa competitividad. Dato que lo refuta:
mujeres con mejor formación y experiencia laboral que otros hombres,
suelen ganar salarios menores en las empresas donde trabajan. En suma: en el caso de las mujeres, la diferencia salarial no es una variable dependiente de la formación.
“¿Cómo se debe afrontar la doble jornada que viven las mujeres?”
Maite de Alba, Directora de Asuntos Jurídicos de Microsoft,
aventurándose a cuantificar la injusticia, considera que la doble
jornada es “ligeramente injusta”, aunque ayuda a desarrollar la
multifuncionalidad. Prejuicio: justificar que
el espíritu de sacrificio de las mujeres siempre tiene como
contrapartida un aprendizaje o una ventaja; de cierta forma, se sufre,
pero se aprende, por lo que el sufrimiento vale la pena. Dato que lo refuta: existe
una enorme disparidad en la legislación que protege a hombres y mujeres
en los empleos, especialmente, en el ejercicio de la maternidad. No
pocas veces, la maternidad es una opción que frustra la carrera laboral
femenina o, viceversa, la carrera laboral frustra los deseos de
maternidad y reproducción familiar de las mujeres. En suma:
licencias, permisos y beneficios deben ser cuidadosamente pensados en
la legislación social y deben estar fundados en una amplia consulta
pública a las principales involucradas, las mujeres. De la misma forma,
las carreras laborales deben incluir el reconocimiento de la maternidad
como un valor ético y profesional, no como un desperdicio de tiempo o un
castigo a las oportunidades de promoción de las mujeres en sus puestos
de trabajo.
“¿Cómo puede una mujer romper el “techo de cristal” y pasar de la gerencia a la dirección?”
Nicole Reich, Presidente de Scotiabank México y una de las mujeres
más poderosas del país, responde: “hay que tener confianza en tí misma y
aventarte (lanzarte) a la piscina, que lo peor que puede pasar no es
tan grave. Es una cuestión de echarle ganas”. Prejuicio: las mujeres no progresan por falta de ganas y de confianza en sí mismas. Dato que lo refuta:
la Sra. Nicole debería frecuentar más las filas en los cajeros de su
banco y, cada tanto, salir a la calle y conversar con cualquiera de las
mujeres que se crucen en su camino, contrastando la experiencia de vida
de cada una de ellas con su particular opinión acerca de las piscinas y
el éxito en el mundo de los negocios. Que se eche pues "un aventón” la
Sra Nicole en las delicias de la economía informal, en las peripecias
del trabajo doméstico o en el frenesí de una maquila trituradora de
sueños y esperanzas... que lo peor que puede pasar no es tan grave. En suma:
una ideología de la privatización del fracaso femenino en el mercado de
trabajo sirve para culpabilizar a las mujeres de sus propias
dificultades para romper ese techo que no es de “cristal”, sino de
acero.
Sin embargo, el acero no es indestructible. Se funde. Y lo hace
cuando hombres y mujeres luchan juntos por aquello que les pertenece: el
derecho a vivir en una sociedad de iguales.
Mujeres Invisibles
es una serie de notas sobre los procesos de invisibilización de las
desigualdades de género en las sociedades contemporáneas. Ver, Presentación. Próxima entrega: “La violencia”.
Nos
han enseñado a tener miedo a la libertad; miedo a tomar decisiones,
miedo a la soledad. El miedo a la soledad es un gran impedimento en la
construcción de la autonomía, porque desde muy pequeñas y toda la vida
se nos ha formado en el sentimiento de orfandad; porque se nos ha hecho
profundamente dependientes de los demás y se nos ha hecho sentir que la
soledad es negativa, alrededor de la cual hay toda clase de mitos. Esta
construcción se refuerza con expresiones como las siguientes “¿Te vas a
quedar solita?”, “¿Por qué tan solitas muchachas?”, hasta cuando vamos
muchas mujeres juntas.
La construcción de la relación entre los géneros tiene muchas
implicaciones y una de ellas es que las mujeres no estamos hechas para
estar solas de los hombres, sino que el sosiego de las mujeres depende
de la presencia de los hombres, aún cuando sea como recuerdo.
Esa capacidad construida en las mujeres de crearnos fetiches,
guardando recuerdos materiales de los hombres para no sentirnos solas,
es parte de lo que tiene que desmontarse. Una clave para hacer este
proceso es diferenciar entre soledad y desolación. Estar desoladas es el
resultado de sentir una pérdida irreparable. Y en el caso de muchas
mujeres, la desolación sobreviene cada vez que nos quedamos solas,
cuando alguien no llegó, o cuando llegó más tarde. Podemos sentir la
desolación a cada instante.
Otro componente de la desolación y que es parte de la cultura de
género de las mujeres es la educación fantástica par la esperanza. A la
desolación la acompaña la esperanza: la esperanza de encontrar a alguien
que nos quite el sentimiento de desolación.
La soledad puede definirse como el tiempo, el espacio, el estado
donde no hay otros que actúan como intermediarios con nosotras mismas.
La soledad es un espacio necesario para ejercer los derechos autónomos
de la persona y para tener experiencias en las que no participan de
manera directa otras personas.
Para enfrentar el miedo a la soledad tenemos que reparar la
desolación en las mujeres y la única reparación posible es poner nuestro
yo en el centro y convertir la soledad en un estado de bienestar de la
persona.
Para construir la autonomía necesitamos soledad y requerimos eliminar
en la práctica concreta, los múltiples mecanismos que tenemos las
mujeres para no estar solas. Demanda mucha disciplina no salir corriendo
a ver a la amiga en el momento que nos quedamos solas. La necesidad de
contacto personal en estado de dependencia vital es una necesidad de
apego. En el caso de las mujeres, para establecer una conexión de fusión
con los otros, necesitamos entrar en contacto real, material,
simbólico, visual, auditivo o de cualquier otro tipo.
La autonomía pasa por cortar esos cordones umbilicales y para
lograrlo se requiere desarrollar la disciplina de no levantar el
teléfono cuando se tiene angustia, miedo o una gran alegría porque no se
sabe qué hacer con esos sentimientos, porque nos han enseñado que vivir
la alegría es contársela a alguien, antes que gozarla. Para las
mujeres, el placer existe sólo cuando es compartido porque el yo no
legitima la experiencia; porque el yo no existe.
Es por todo esto que necesitamos hacer un conjunto de cambios
prácticos en la vida cotidiana. Construimos autonomía cuando dejamos de
mantener vínculos de fusión con los otros; cuando la soledad es ese
espacio donde pueden pasarnos cosas tan interesantes que nos ponen a
pensar. Pensar en soledad es una actividad intelectual distinta que
pensar frente a otros.
Uno de los procesos más interesantes del pensamiento es hacer
conexiones; conectar lo fragmentario y esto no es posible hacerlo si no
es en soledad.
Otra cosa que se hace en soledad y que funda la modernidad, es dudar.
Cuando pensamos frente a los otros el pensamiento está comprometido con
la defensa de nuestras ideas, cuando lo hacemos en soledad, podemos
dudar.
Si no dudamos no podemos ser autónomas porque lo que tenemos es
pensamiento dogmático. Para ser autónomas necesitamos desarrollar
pensamiento crítico, abierto, flexible, en movimiento, que no aspira a
construir verdades y esto significa hacer una revolución intelectual en
las mujeres.
No hay autonomía sin revolucionar la manera de pensar y el contenido
de los pensamientos. Si nos quedamos solas únicamente para pensar en los
otros, haremos lo que sabemos hacer muy bien: evocar, rememorar, entrar
en estados de nostalgia. El gran cineasta soviético Andrei Tarkovski,
en su película “Nostalgia” habla del dolor de lo perdido, de lo pasado,
aquello que ya no se tiene.
Las mujeres somos expertas en nostalgia y como parte de la cultura romántica se vuelve un atributo del género de las mujeres.
El recordar es una experiencia de la vida, el problema es cuando en
soledad usamos ese espacio para traer a los otros a nuestro presente, a
nuestro centro, nostálgicamente. Se trata entonces de hacer de la
soledad un espacio de desarrollo del pensamiento propio, de la
afectividad, del erotismo y sexualidad propias.
En la subjetividad de las mujeres, la omnipotencia, la impotencia y
el miedo actúan como diques que impiden desarrollar la autonomía,
subjetiva y prácticamente.
La autonomía requiere convertir la soledad en un estado placentero,
de goce, de creatividad, con posiblidad de pensamiento, de duda, de
meditación, de reflexión. Se trata de hacer de la soledad un espacio
donde es posible romper el diálogo subjetivo interior con los otros y en
el que realizamos fantasías de autonomía, de protagonismo pero de una
gran dependencia y donde se dice todo lo que no se hace en la realidad,
porque es un diálogo discursivo.
Necesitamos romper ese diálogo interior porque se vuelve sustitutivo
de la acción ; porque es una fuga donde no hay realización vicaria de la
persona porque lo que hace en la fantasía no lo hace en la práctica, y
la persona queda contenta pensando que ya resolvió todo, pero no tiene
los recursos reales, ni los desarrolla para salir de la vida subjetiva
intrapsíquica al mundo de las relaciones sociales, que es donde se vive
la autonomía.
Tenemos que deshacer el monólogo interior. Tenemos que dejar de
funcionar con fantasías del tipo: “le digo, me dice, le hago”. Se trata
más bien de pensar “aquí estoy, qué pienso, qué quiero, hacia dónde,
cómo, cuándo y por qué” que son preguntas vitales de la existencia.
La soledad es un recurso metodológico imprescindible para construir
la autonomía. Sin soledad no sólo nos quedaremos en la precocidad sino
que no desarrollamos las habilidades del yo. La soledad puede ser vivida
como metodología, como proceso de vida. Tener momentos temporales de
soledad en la vida cotidiana, momentos de aislamiento en relación con
otras personas es fundamental. y se requiere disciplina para aislarse
sistemáticamente en un proceso de búsqueda del estado de soledad.
Mirada como un estado del ser –la soledad ontológica– la soledad es
un hecho presente en nuestra vida desde que nacemos. En el hecho de
nacer hay un proceso de autonomía que al mismo tiempo, de inmediato se
constituye en un proceso de dependencia. Es posible comprender entonces,
que la construcción de género en la mujeres anula algo que al nacer es
parte del proceso de vivir.
Al crecer en dependencia, por ese proceso de orfandad que se
construye en las mujeres, se nos crea una necesidad irremediable de
apego a los otros.
El trato social en la vida cotidiana de las mujeres está construido
para impedir la soledad. El trato que ideológicamente se da a la soledad
y la construcción de género anulan la experiencia positiva de la
soledad como parte de la experiencia humana de las mujeres. Convertirnos
en sujetas significa asumir que de veras estamos solas: solas en la
vida, solas en la existencia. Y asumir esto significa dejar de exigir a
los demás que sean nuestros acompañantes en la existencia; dejar de
conminar a los demás para que estén y vivan con nosotras.
Una demanda típicamente femenina es que nos “acompañen” pero es un
pedido de acompañamiento de alguien que es débil, infantil, carenciada,
incapaz de asumir su soledad. En la construcción de la autonomía se
trata de reconocer que estamos solas y de construir la separación y
distancia entre el yo y los otros.